Los secretos de Slim, el hombre más rico del mundo
Carlos Slim es el Sr. Monopolio de México.
En México, es difícil pasar un día sin ponerle dinero en su bolsillo. El magnate de 67 años controla más de 200 empresas –dijo haber “perdido la cuenta”– en los sectores de telecomunicaciones, tabacalero, construcción, minería, bicicletas, refrescos, líneas aéreas, hoteles, ferrocarriles, bancos e impresión.
En total, sus empresas representan más de un tercio del valor total del principal índice bursátil de México, en tanto que su fortuna equivale a 7% de la producción económica anual del país (en su máximo nivel, la fortuna de John D. Rockefeller, el magnate estadounidense equivalía a 2.5% del producto interno bruto de Estados Unidos).
Como lo señala, en broma, un restaurante de la Ciudad de México en su menú: “este restaurante es el único negocio de México que no es propiedad de Carlos Slim”.
Durante los dos últimos años, la fortuna de Slim ha sido la de más rápido crecimiento en el mundo, aumentando más de 20,000 millones de dólares, para llegar a cerca de 60,000 millones hoy.
Si bien el valor de mercado de sus acciones en las empresas que cotizan en la bolsa podría bajar en cualquier momento, en la actualidad tal vez sea más rico que Bill Gates, a quien la revista Forbes estimó que tenía una fortuna valuada en 56,000 millones de dólares en marzo pasado. Esta podría ser la primera vez que una persona de un país en vías de desarrollo ocupe el primer lugar de la lista, desde que Forbes empezó a analizar a los ricos fuera de Estados Unidos en la década de 1990.
“No es una competencia”, dijo Slim en una entrevista reciente, jugueteando con un puro cubano sin encender en una oficina en un segundo piso, decorada con pinturas paisajistas mexicanas.
Al ser un hombre modesto que viste corbatas de sus propias tiendas, el magnate dijo no sentirse más rico sólo por serlo en el papel.
¿Cómo ascendió el hijo mexicano de unos inmigrantes libaneses a tales alturas?
Creando monopolios, de manera muy similar a lo que hizo John D. Rockefeller cuando desarrolló un dominio completo de la refinación del petróleo en la era industrial.
En el mundo post-industrial, Slim ejerce un dominio completo en la telefonía mexicana. Teléfonos de México, de su propiedad, así como su afiliada en telefonía celular Telcel, poseen 92% de las líneas fijas y 73% de los celulares, respectivamente.
Como lo hizo Rockefeller antes que él, Slim ha acumulado tanto poder que ahora se le considera intocable en su tierra natal, ya que representa una fuerza tan grande como el Estado mismo.
El corpulento Slim es un compendio de contradicciones. Dijo que le gusta la competencia en los negocios, pero la bloquea de manera sistemática. Le gusta hablar de tecnología, pero no usa una computadora y prefiere el papel y pluma. Ha sido anfitrión de Bill Clinton y hasta del escritor Gabriel García Marquez en su mansión de la Ciudad de México, pero es pueblerino en muchos sentidos y se dijo orgulloso de no poseer casas fuera de México. En un país de fanáticos del futbol, él prefiere el beisbol. Es aficionado el equipo más rico de las ligas mayores, los Yankees de Nueva York.
Sus admiradores dicen que el implacable Slim, un insomne que se desvela leyendo historia y a quien gusta mucho de leer sobre Ghengis Khan y sus engañosas estrategias militares, personifica el potencial de México para convertirse en un tigre latinoamericano.
Su frugalidad en sus negocios y en su vida personal es un modelo de moderación en una región donde los ostentosos magnates empresariales de Latinoamérica construyen lujosas oficinas generales y vuelan a África para realizar excursiones cinegéticas.
No obstante, para los críticos, el ascenso de Slim dice mucho sobre los problemas más profundos de México, incluyendo la brecha entre ricos y pobres. La clasificación más reciente de las Naciones Unidas coloca a México en el lugar 103 de 126 naciones, medidas con base en la igualdad. En los últimos dos años, Slim ha ganado unos 27 millones de dólares diarios, en tanto que una quinta parte del país percibe menos de 2 dólares al día.
“Es como ocurría en Estados Unidos, con los barones en la década de 1890. Slim es Rockefeller, Carnegie y J.P. Morgan unidos en una sola persona”, dijo David Martínez, un inversionista mexicano quien vive en Manhattan.
Durante mucho tiempo, los monopolios han sido una característica de la economía mexicana. Pero en el pasado, los políticos actuaban como freno de las grandes empresas para asegurarse que la clase empresarial no amenazara su poderío. Sin embargo, en la década de 1990, el control político se debilitó, al privatizarse gran parte de la economía y la lenta muerte del Partido Revolucionario Institucional, que retuvo el poder durante 71 años, hasta 2000.
“Es sorprendente cómo las grandes empresas han secuestrado al Estado mexicano. Eso es un riesgo para nuestra democracia y sofoca la economía”, dijo Eduardo Pérez Mota, jefe de la oficina antimonopolios del país.
Como el rostro de la nueva elite, Slim representa un gran desafío para Felipe Calderón, el joven presidente del país.
Calderón debe decidir si trata de controlar a Slim, a pesar de que el magnate es el patrón y contribuyente privado más importante del país. El Congreso descarta de manera automática legislaciones que amenazan sus intereses, y sus firmas representan una gran parte de los ingresos en publicidad de la nación, lo que hace que los medios se nieguen a criticarlo.
Durante los últimos meses, Calderón ha tratado de llegar a un acuerdo tras bambalinas con Slim. En una serie de reuniones personales, de las que, por primera vez, se han dado a conocer los detalles, el presidente ha tratado de convencer a Slim de aceptar una mayor competencia, de acuerdo con personas familiarizadas con las pláticas.
El gobierno tienen una carta importante: Slim no puede ofrecer videos en su red de telecomunicaciones, que es un gran mercado potencial, sin la aprobación del gobierno.
Pero incluso algunos miembros del equipo de Calderón dicen en privado que las pláticas a puerta cerrada están a favor de Slim, al permitirle burlar a los reguladores del país, subrayando con ello la debilidad de las instituciones democráticas de México.
A menos que Calderón sea capaz de lograr grandes concesiones del magnate, dicen, podría convertirse en alguien aún más poderoso para poder controlarlo en el futuro.
Por su parte, Slim dijo que sus empresas están “en contacto constante” con los organismos reguladores, pero desechó la noción de una negociación secreta.
Al ser un hombre extrovertido, que fácilmente puede pasar por un tío consentidor, pero susceptible también de perder los estribos, Slim rechaza la etiqueta de monopolista. “Me gusta la competencia. Necesitamos más competencia”, dijo, tomando una Coca-Cola de dieta. Recalcó que muchas de sus empresas operan en mercados competitivos y dijo que México representa apenas un tercio de las ventas de su empresa de telefonía celular América Móvil, que tiene clientes desde San Francisco hasta São Paulo.
Durante su larga carrera, ha empleado una estrategia: comprar empresas baratas, hacer que se recuperen y eliminar de manera despiadada a sus competidores.
Luego de asumir el control de Telmex en 1990, de inmediato monopolizó al mercado de los cables de cobre usados por Telmex en las líneas telefónicas. Adquirió uno de los dos principales proveedores y se aseguró de que Telmex no comprara nada al otro gran proveedor, con lo que obligó a sus propietarios a terminar por venderle la empresa.
El control que ejerce sobre el sistema telefónico de México ha retrasado el desarrollo de la nación. Si bien desde hace mucho tiempo los teléfonos han sido algo común en las casas de muchos países, sólo cerca de 20% de las casas mexicanas lo tienen. Apenas 4% de los mexicanos tiene acceso a internet de banda ancha. Los consumidores y las empresas mexicanas también pagan precios superiores al promedio en sus llamadas telefónicas, de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico.
Slim acepta que muchas industrias de México están dominadas por grandes empresas. Pero no ve ningún problema en ello, en tanto ofrezcan buenos servicios y buenos precios. “Si una cerveza cuesta un peso en México y en Estados Unidos cuesta dos, entonces no veo el problema”, dijo.
A pesar de las innumerables evidencias durante muchos años en el sentido que demuestran que sus empresas cobran precios elevados, Slim de inmediato rechaza de plano esa idea. Durante una entrevista, ordenó a un asistente que fuera por su recibo telefónico. “¿Ve? Cobramos 14 dólares mensuales por la renta telefónica básica, más barato que en Estados Unidos”, dijo, tomando asiento junto al reportero.
Quizá sea verdad, pero los cargos adicionales en México hacen que la mayoría de lo recibos telefónicos sean más caros que en Estados Unidos. El mes pasado, el total del recibo en la propia casa de Slim fue de exorbitantes 470 dólares. “Tengo muchos empleados y mis hijos hablan mucho”, explicó.
Slim dijo que su éxito radica en detectar pronto las oportunidades, algo que aprendió, en parte, al leer al escritor futurista Alvin Toffler, quien escribió el best-seller Future Shock en la década de 1970, y quien envía al magnate algunos manuscritos para su revisión. Después de tomar una copia muy gastada del libro más reciente de Toffler, Revolutionary Wealth, Slim lo hojea y muestra orgulloso sus comentarios en los márgenes. “Algunos de sus datos estaban atrasados”, dijo.
Toffler dijo haber conocido a Slim en un viaje a México en 1993. Éste se le acercó luego de un discurso, rodeado por su familia y portando uno de los libros de Toffler, subrayado en forma excesiva. Desde entonces han sido buenos amigos. “Si uno no supiera que es el hombre más rico del mundo, pensaría que es un hombre agradable e inteligente”, dijo Toffler.
Al ser el quinto de seis hijos, Slim nació rico. Su padre, Julián Slim, hizo su fortuna en una tienda del centro de la Ciudad de México llamada “La Estrella de Oriente”. Su padre falleció cuando Slim tenía apenas 13 años.
Desde temprana edad, Slim mostró una aptitud para los números que le ayudaría en su carrera. Enseñó álgebra en la mayor universidad pública del país mientras terminaba su tesis, llamada “Aplicaciones de la teoría lineal en ingeniería civil”. Su amor por los números también lo llevó al béisbol, su pasatiempo de toda la vida. “En el béisbol. . . los números hablan”, escribió alguna vez. Aún hoy, disfruta discutiendo sobre béisbol, diciendo al reportero que Barry Bonds debe ser más recordado por su promedio de bases por bolas que por sus jonrones.
Después de la universidad, Slim y algunos amigos se volvieron corredores en el incipiente mercado bursátil nacional. Haciendo transacciones de día y jugando dominó por las noches, su camarilla se conoció como “Los casabolseros”. A pesar de su éxito, sus amigos dicen que Slim, menos amigo de fiestas y más reservado que el resto, deseaba más manejar empresas que hacer transacciones en la bolsa.
“Nunca le gustó tanto el dinero como al resto de nosotros. Sólo quería ser un buen empresario”, dijo Enrique Trigueros, uno de los Casabolseros.
Slim tuvo muy pronto su oportunidad. Después de lograr la recuperación de una refresquera y una firma impresora a finales de la década de 1960 y mediados de la de 1970, hizo su primer gran movimiento en 1981, al adquirir un gran número de acciones de la segunda mayor tabacalera de México, Cigatam, fabricante de la marca Marlboro en México. Esta empresa le generó el efectivo que necesitaba para hacer un gran número de adquisiciones.
Un buen momento para comprar sobrevino en 1982, año que daría forma al destino de Slim. Ese año, el precio del petróleo, a la baja, lanzó a México en un tobogán. Cuando el presidente saliente José López Portillo nacionalizó la banca mexicana, la elite empresarial tradicional temió que el país se volviera socialista y buscó la salida.
Algunas empresas se vendían en 5% de su valor contable. Slim compró docenas de firmas líderes a precios de remate, una decisión que le redituó beneficios cuando la economía se recuperó, en los años siguientes. Compró Seguros de México, la mayor aseguradora del país, por 44 millones de dólares. En la actualidad, esta empresa vale al menos 2,500 millones.
“Los países no quiebran”, dijo un imperturbable Slim a sus amigos en ese tiempo.
Cierto, siempre dijo que la inspiración para invertir durante la crisis la obtuvo de su padre, quien compró las acciones de la tienda de abarrotes a su socio durante los peores días de la Revolución Mexicana de 1910-1917. Esa decisión le redituó una fortuna a su padre, cuando terminó la lucha armada.
Slim aún detecta buenos activos. De 2002 a 2004, se hizo de 13% de las acciones de MCI, la firma de telecomunicaciones en bancarrota, para más tarde venderlas a Verizon Communications en 1,300 millones de dólares.
“Nunca ha pagado de más por algo”, dijo Héctor Aguilar Camín, historiador y amigo suyo. Cuando ambos estaban de vacaciones en Venecia, Slim alguna vez regateó por horas con el dueño para obtener un descuento de 10 dólares en la compra de una corbata.
A pesar de todas sus habilidades, muchos creen que su mayor oportunidad fue la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari en 1988, un tecnócrata quien estudió en Harvard y que deseaba fervientemente modernizar el país. Ambos se hicieron amigos a mediados de la década de 1980, y Salinas alguna vez dijo que Slim era el empresario joven más brillante del país. Los dirigentes políticos denominaron a la pareja “Carlos y Charlies”, por el nombre de una popular cadena de restaurantes del país.
En el sexenio salinista, se vendieron cientos de empresas del gobierno, entre ellas Telmex en 1990. Slim, junto con Southwestern Bell y France Telecom, ganó la licitación a uno de sus mejores amigos, Roberto Hernández, dueño de Banamex y quien se había asociado a GTE.
Hernández más tarde dio a entender que la licitación estuvo amañada, algo que Slim y Salinas han negado por mucho tiempo. Sin importar si hubo favoritismo en la venta de Telmex, el proceso de privatización creó una nueva clase de súper-ricos en México. En 1991, el país tenía dos multimillonarios en la lista de Forbes. Para 1994, a finales del sexenio salinista, ya había 24. El más acaudalado era Slim.
En retrospectiva, es fácil ver por qué Slim y Hernández consideraban a Telmex un premio por el que valía la pena perder la amistad.
A pesar de que países como Brasil y Estados Unidos dividieron los monopolios estatales en varias firmas en competencia, México vendió su monopolio intacto, evitando toda competencia durante los primeros seis años. En tanto que países como Estados Unidos evitaron al principio que las incipientes empresas de telecomunicaciones ofrecieran servicios de larga distancia y de telefonía celular en su misma área, Telmex pudo ofrecer los tres servicios a la vez, y en todo el país.
De hecho, la empresa obtuvo la única concesión de telefonía celular a nivel nacional, mientras que sus rivales tuvieron que conformarse con concesiones regionales.
Cuando se permitió la competencia en la telefonía de larga distancia, las empresas de telecomunicaciones extranjeras estuvieron limitadas a un número reducido de acciones del negocio de telefonía de línea fija. México ni siquiera se molestó en crear un organismo regulador de la telefonía sino hasta tres años después de la venta.
Dan Crawford fue uno de los que se enfrentó a Slim y perdió. En 1995, el ejecutivo oriundo de California se convirtió en director operativo de Avantel, empresa de telefonía de larga distancia parcialmente propiedad de MCI y del banco de Hernández, el entrañable amigo de Slim.
Avantel invirtió casi mil millones de dólares para construir una nueva red, pero muy pronto tuvo problemas para conectarse a la red de Telmex, lo que le era necesario para completar las llamadas hacia y desde los clientes de Telmex. Los ejecutivos de Telmex se limitaron a ignorar las llamadas telefónicas o a faltar a las reuniones para llegar a un acuerdo, recuerda Crawford.
Cuando Telmex conectó las llamadas casi un año después, el precio era tan alto que Avantel pagaba a la empresa de Slim 70 centavos por cada dólar que ganaba, de acuerdo con Crawford.
Cuando Avantel demandó a Telmex por prácticas monopólicas, la empresa respondió solicitando al juez que emitiera una orden de aprehensión contra el principal abogado de Avantel en México, Luis Mancera, por cargos inventados, dijo Crawford. Slim confirma la historia, pero dijo que un abogado de Telmex actuó de manera imprudente, y se retiró el proceso judicial. Mancera no quiso comentar.
“Slim es muy agresivo”, dijo Crawford, quien hace poco se retiró de MCI.
Avantel dejó de pagar sus deudas en 2001, gran parte de las cuales absorbió Slim, que más tarde las vendió con ganancia. Avantel fue vendida hace poco a otra firma mexicana en 485 millones de dólares: en una fracción de lo que invirtió en México.
Por su parte, Slim dijo que Avantel y otras empresas se enfocaron de manera equivocada en el mercado de larga distancia, que iba a la baja, en lugar del celular, que crecía.
Tampoco ha sido sencillo enfrentarse a Slim en el mercado celular.
En 2004, Telefónica de España empezó a vender equipos de telefonía celular con pérdida, para hacerse de una participación en el mercado. Pero muy pronto se percató que decenas de miles de sus teléfonos eran comprados, pero nunca usados. De acuerdo con un caso real en la dependencia antimonopolios de México, Telefónica dijo que los distribuidores de Telcel compraban los teléfonos para mantenerlos fuera del mercado, en algunos casos cambiando el microcircuito por el suyo y revendiendo el aparato.
Cuando se le preguntó sobre tal práctica, Slim dijo: “Podría ser. Nos pasa a todos. Si algo cuesta 100 dólares y alguien lo vende en 50 ó 20, alguien va a comprarlo”. Su vocero y yerno, Arturo Elías, dijo que los distribuidores actuaron sin el conocimiento de Telcel.
Durante años, han fracasado en gran parte los intentos por regular a las empresas de Slim. En la década de 1990, Cofetel, el organismo regulador de la telefonía en México, era tan débil, que los rivales de Telmex la denominaron “Cofetelmex”. Cuando el regulador trató de actuar, los abogados de Slim lo bloquearon en los complicados tribunales del país.
El jefe de Telmex también tenía amigos en lugares encumbrados. Vicente Fox, el primer presidente de oposición de México, cuando ganó en 2000, designó a un ex empleado de Telmex, Pedro Cerisola, como su secretario de comunicaciones y transportes. Durante sus funciones, rara vez Cerisola actuó contra Telmex, dijeron los ejecutivos de empresas telefónicas rivales. Cerisola no quiso hacer comentarios.
Usando dinero de su imperio telefónico, Slim se ha expandido en mercados de América Latina, así como en nuevas industrias en México.
Su empresa de telefonía celular, América Móvil, tiene 124 millones de clientes y opera en varios países de la región. En México se ha concentrado en sectores que dependen de contratos gubernamentales. Su nueva constructora, Impulsora del Desarrollo y el Empleo en América Latina o Ideal, actualmente licita para manejar algunas de las autopistas más importantes de México. Hace poco, su nueva empresa de servicios petroleros construyó la mayor plataforma petrolera del país.
Algunos de los líderes empresariales de México dicen en privado que Slim se ha vuelto demasiado ambicioso. El fallecimiento de su esposa, Soumaya, por una enfermedad renal en 1999, lo dejó sin ancla, dijo Trigueros, amigo de Slim de sus días de corredor bursátil. “Era una mujer especial, del tipo que mantiene a raya a un hombre. Ahora sólo piensa en los negocios”, dijo.
Ahora, el imperio de Slim es tan vasto que hacer negocios aquí sin él puede ser difícil.
Hace dos años, Hutchison Port Holdings y el ferrocarril estadounidense Union Pacific se unieron para licitar por la construcción de un puerto y un ferrocarril en Baja California, con valor de 6,000 millones de dólares, para competir con el puerto de Long Beach. Pero Slim pensó que el proyecto había sido arreglado por debajo de la mesa y se opuso a que el mayor proyecto constructor del país fuera a parar a manos extranjeras. Por eso, comentó sus sentimientos al gobernador de Baja California y el proyecto se estancó.
Desde entonces, Slim ha trabajado para crear un consorcio rival, que incluye a la empresa ferrocarrilera mexicana Grupo México y a los ferrocarriles estadounidenses Burlington-Northern. Dijo que su oferta potencial es una mejor opción para el país, ya que el ferrocarril correrá a lo largo del norte de México y ayudará a fomentar su desarrollo. Union Pacific y Hutchison declinaron comentar.
Hace poco, Slim ha dedicado más dinero a la filantropía, pero con frecuencia ha dicho que su legado más importante es su familia.
En 2000, pocos años después de una cirugía de corazón, puso a sus hijos y yernos a cargo de sus negocios. También inició una agrupación “Padres e Hijos”, que invita a varios multimillonarios de Latinoamérica y a sus herederos a reuniones anuales, donde degustan finos vinos y asisten a seminarios sobre cómo dirigir una empresa familiar.
No existe un sucesor obvio al imperio del patriarca. Eso da a algunos funcionarios mexicanos la esperanza de que algún día el Estado pueda regular sus empresas. Como dijo un funcionario de alto rango: “Cuando muera Slim, por fin podremos poner en orden a sus hijos”.
por David Luhnow Dow Jones Newswires
Traducido por Luis Cedillo
Editado por Juan Carlos Jolly
Copyright © 2007 Dow Jones & Company, Inc. All Rights Reserved
Post RLB Punto Politico.
noviembre 18, 2007
Todo esto está prohibido en Cuba
Todo esto está prohibido en Cuba: enviado por un anonimo.
1. Viajar al exterior sin permiso del gobierno o acompañado de la esposa o hijos.
2. Cambiar de trabajo sin previa autorización del gobierno.
3. Cambiar de domicilio.
4. Publicar cualquier cosa sin permiso del gobierno.
5. Poseer una computadora, fax o una antena parabólica.
6. Usar la internet, la cual está estrechamente controlada y vigilada. Apenas 1,7% de los cubanos tiene acceso a internet.
7. Mandar a sus hijos a un colegio privado o religioso. Todas las escuelas son del estado comunista.
8. Practicar cualquier culto religioso. Los adultos pueden ser despedidos de sus trabajos; a los niños se les puede expulsar de la escuela.
9. Pertenecer a cualquier organización independiente nacional o internacional, con excepción de las gubernamentales: Partido Comunista, Unión de Jóvenes Comunistas, Comités de Defensa de la Revolución, etc.
10. Ver o escuchar emisoras de radio y televisión privadas o independientes. Todos los medios de difusión son propiedad estatal.
11. Leer libros, revistas o periódicos no aprobados por el gobierno (todos los libros, revista o periódicos son publicaciones del gobierno). No existe prensa independiente autorizada.
12. Recibir publicaciones del extranjero o de visitantes (punible con cárcel según la Ley 88).
13. Comunicarse con periodistas extranjeros.
14. Visitar o quedarse en hoteles, restaurantes, playas y complejos para turistas, de los cuales están excluidos los cubanos.
15. Aceptar regalos o donaciones de visitantes extranjeros.
16. Buscar empleo, sin aprobación del gobierno, en las compañías extranjeras establecidas en la isla.
17. Poseer negocios propios. Aunque algunos negocios muy pequeños han sido aprobados por el gobierno, están sometidos a impuestos y regulaciones asfixiantes.
18. Ganar más de lo establecido por el gobierno para los empleos: 7 a 12 dólares al mes para la mayoría de los trabajos y 15 a 20 dólares para los profesionales, médicos y funcionarios del gobierno.
19. Vender cualquier pertenencia personal, servicio, alimentos preparados en casa y artesanías sin la aprobación del gobierno.
20. Pescar en el mar o subirse a un bote sin permiso del gobierno.
21. Pertenecer a un sindicato independiente. Ningún contrato, individual o colectivo, está permitido; tampoco las huelgas y manifestaciones.
22. Organizar cualquier actividad deportiva o actuaciones artísticas sin permiso del gobierno.
23. Reclamar algún premio monetario o tratar de actuar en el extranjero.
24. Escoger el médico o el hospital. Todos los asigna el gobierno.
25. Buscar ayuda médica fuera de Cuba.
26. Contratar a un abogado sin aprobación del gobierno.
27. Negarse a participar en manifestaciones organizadas por el Partido Comunista.
28. Negarse a participar en trabajos "voluntarios".
29. Negarse a votar en elecciones del partido único y por los candidatos nominados por el gobierno.
30. Transportar productos alimenticios para consumo personal o familiar de una provincia a otra. Las maletas son revisadas por la policía en los trenes, buses, autos particulares y bicicletas.
31. El delito de matar una vaca propia se sanciona con cinco años de cárcel.
32. Invitar a un extranjero a pasar una noche en su casa.
33. Decir abajo Fidel.
Post RLB Punto Politico.
1. Viajar al exterior sin permiso del gobierno o acompañado de la esposa o hijos.
2. Cambiar de trabajo sin previa autorización del gobierno.
3. Cambiar de domicilio.
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5. Poseer una computadora, fax o una antena parabólica.
6. Usar la internet, la cual está estrechamente controlada y vigilada. Apenas 1,7% de los cubanos tiene acceso a internet.
7. Mandar a sus hijos a un colegio privado o religioso. Todas las escuelas son del estado comunista.
8. Practicar cualquier culto religioso. Los adultos pueden ser despedidos de sus trabajos; a los niños se les puede expulsar de la escuela.
9. Pertenecer a cualquier organización independiente nacional o internacional, con excepción de las gubernamentales: Partido Comunista, Unión de Jóvenes Comunistas, Comités de Defensa de la Revolución, etc.
10. Ver o escuchar emisoras de radio y televisión privadas o independientes. Todos los medios de difusión son propiedad estatal.
11. Leer libros, revistas o periódicos no aprobados por el gobierno (todos los libros, revista o periódicos son publicaciones del gobierno). No existe prensa independiente autorizada.
12. Recibir publicaciones del extranjero o de visitantes (punible con cárcel según la Ley 88).
13. Comunicarse con periodistas extranjeros.
14. Visitar o quedarse en hoteles, restaurantes, playas y complejos para turistas, de los cuales están excluidos los cubanos.
15. Aceptar regalos o donaciones de visitantes extranjeros.
16. Buscar empleo, sin aprobación del gobierno, en las compañías extranjeras establecidas en la isla.
17. Poseer negocios propios. Aunque algunos negocios muy pequeños han sido aprobados por el gobierno, están sometidos a impuestos y regulaciones asfixiantes.
18. Ganar más de lo establecido por el gobierno para los empleos: 7 a 12 dólares al mes para la mayoría de los trabajos y 15 a 20 dólares para los profesionales, médicos y funcionarios del gobierno.
19. Vender cualquier pertenencia personal, servicio, alimentos preparados en casa y artesanías sin la aprobación del gobierno.
20. Pescar en el mar o subirse a un bote sin permiso del gobierno.
21. Pertenecer a un sindicato independiente. Ningún contrato, individual o colectivo, está permitido; tampoco las huelgas y manifestaciones.
22. Organizar cualquier actividad deportiva o actuaciones artísticas sin permiso del gobierno.
23. Reclamar algún premio monetario o tratar de actuar en el extranjero.
24. Escoger el médico o el hospital. Todos los asigna el gobierno.
25. Buscar ayuda médica fuera de Cuba.
26. Contratar a un abogado sin aprobación del gobierno.
27. Negarse a participar en manifestaciones organizadas por el Partido Comunista.
28. Negarse a participar en trabajos "voluntarios".
29. Negarse a votar en elecciones del partido único y por los candidatos nominados por el gobierno.
30. Transportar productos alimenticios para consumo personal o familiar de una provincia a otra. Las maletas son revisadas por la policía en los trenes, buses, autos particulares y bicicletas.
31. El delito de matar una vaca propia se sanciona con cinco años de cárcel.
32. Invitar a un extranjero a pasar una noche en su casa.
33. Decir abajo Fidel.
Post RLB Punto Politico.
agosto 31, 2007
El Caudillo, el populismo y la democracia
Hace diez años, escribí un libro titulado “Manual del perfecto idiota latinoamericano” con el escritor colombiano Plinio A. Mendoza y el escritor cubano Carlos
Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía--el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla--era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.
La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje--más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir.
Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano.
No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores.
La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales --como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre-- hicieron de él un dirigente irresistible.
Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.
Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era "ilusorio", pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. "Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria ...," escribe Lynch. "Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión".
En su "Manifiesto de Cartagena", en 1812, Bolívar había hablado de "repúblicas etéreas " en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre "principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar". Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. "Bolívar no era por naturaleza un dictador", sostiene Lynch, "y no buscaba el poder absoluto como estado permanente". Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).
Lynch sugiere que "criticar a Bolívar ... por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento". Agrega que de Bolívar "no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación". Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese "caos" general del cual Lynch considera que fue víctima.
Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de "un nuevo género humano" destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas.
Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita--y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.
José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.
Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar "fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían". Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar "emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo" mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.
Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.
Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.
Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia --una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.
Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.
La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”.
Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que "la Guerra a Muerte", una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante.
En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran "gente vulgar".
La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, "en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia". Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.
Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante.
A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la "Guerra a Muerte" en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.
Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto.
La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.
Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos". Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.
Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como "el hombre de las leyes" y a sí mismo como "el hombre de las dificultades". Es una distinción contundente.
El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.
Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la "deificación" de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el "cesarismo" y el "bolivarianismo" -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini.
Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado "Marx y Bolívar," el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar "era el verdadero Soulouque". (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de "cualquier esfuerzo de largo plazo".
Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar...terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.
Traducido por Gabriel Gasave
A. Montaner. A menudo nos han preguntado cómo logramos ponernos de acuerdo en cada frase. Lo cierto es que no lo hicimos. Tuvimos importantes desavenencias. Como colombiano, Plinio era un gran admirador de Simón Bolívar, el héroe venezolano que liberó a su nación de España a comienzos del siglo diecinueve. Como persona oriunda del Perú, yo sentía recelos ante el hombre que había asumido el título de dictador del país donde nací. En un momento dado, la discusión sobre Bolívar se tornó tan severa que parecía que tendríamos que desistir del capítulo sobre el nacionalismo, en el cual Bolívar--un hombre menudo que bebía poco, bailaba como un dios, jamás fumó, tenía predilección por la hamaca, era un erotómano incurable y apenas empleaba el benigno "carajo" como palabrota--era una figura central. Pero sin ese capítulo, no había libro. Al final, ambos hicimos concesiones para salvarlo.
Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía--el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla--era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.
La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje--más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir.
No estoy tan seguro de esto. Aún cuando superaba a sus pares en muchos aspectos y fue el indiscutible arquitecto del fin de la era colonial, Bolívar personifica el pecado original de las repúblicas latinoamericanas: elitismo, autoritarismo y una pasión sin parangón por lo que denominamos ingeniería social. Bolívar, quien comenzó a luchar por la independencia en 1810 y murió en 1830 solitario, repudiado por las naciones a las que había liberado y desgobernado, fue un mejor imitador de Napoleón que de las instituciones británicas a las que tanto admiraba, un líder en quien el instinto militar ansioso de gloria y orden y el instinto civil favorable a las instituciones de largo plazo convivían en desigual proporción, de modo que el primero doblegó al segundo.
Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano.
Bolívar habría merecido más consideración si hubiese fracasado intentando establecer repúblicas liberales, promoviendo la movilidad social y propiciando la integración desde abajo, en lugar de concentrar el poder en nombre del orden social y dedicar su tiempo a grandiosos -y verticales- proyectos de integración supranacional entre precarios estados sudamericanos forjados sobre sociedades altamente estratificadas.
No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores.
Tras dos tentativas fallidas --en 1810 y 1813-- de establecer una república venezolana independiente, regresó de su exilio en Haití en diciembre de 1816 para intentarlo de nuevo. Hacia finales de 1819, Bolívar había liberado a Venezuela y Colombia (por entonces llamada Nueva Granada) y creado una república que comprendía a esos dos países más Ecuador, que todavía se encontraba en manos españolas. En 1822, liberó a Ecuador, eclipsando a José de San Martín, que había liberado a Argentina y Chile, declarado independiente a Perú y puesto los ojos en Guayaquil. En 1824, Bolívar siguió adelante para completar la liberación de Perú antes de sellar la independencia de Bolivia el siguiente año.
La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales --como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre-- hicieron de él un dirigente irresistible.
Como líder militar, tenía fuego en el estómago: él mismo habló del “demonio de la guerra” que lo consumía y de su determinación por ganar de cualquier forma. Pero, por desgracia, el genio militar fue un utópico político y, por ende, un fracaso. Sus grandes designios terminaron en lágrimas. Hacia 1830, Colombia, Perú y Ecuador se habían separado; su intento por crear una confederación andina terminó en una guerra entre varias naciones; y el congreso de Panamá que concibió como el primer paso hacia una federación que abarcase a todo el hemisferio y coordinase la política exterior y resolviese disputas regionales colapsó casi tan pronto como fue inaugurado en 1826.
Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.
Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era "ilusorio", pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. "Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria ...," escribe Lynch. "Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión".
Es una interpretación benevolente. Bolívar era un hombre en busca de gloria (dijo que odiaba gobernar tanto como amaba la gloria) con pasión por los asuntos militares que aborrecía la administración y que por tanto desatendió los asuntos de Estado, dejándoselos a sus vicepresidentes para poder continuar con sus aventuras militares.
Después de convertirse en presidente de la república de Colombia (conformada por Venezuela, Nueva Granada y buena parte de Ecuador), dejó a cargo a su vicepresidente y no regresó durante cinco años. En ese tiempo, exasperó al gobierno colombiano con constantes solicitudes de dinero del que éste ya no disponía para financiar sus campañas. En medio de esas campañas, se las arregló para enviar cartas dando su opinión sobre toda clase de cuestiones políticas y administrativas de las que se encontraba muy lejos.
En su "Manifiesto de Cartagena", en 1812, Bolívar había hablado de "repúblicas etéreas " en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre "principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar". Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. "Bolívar no era por naturaleza un dictador", sostiene Lynch, "y no buscaba el poder absoluto como estado permanente". Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).
Lynch sugiere que "criticar a Bolívar ... por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento". Agrega que de Bolívar "no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación". Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese "caos" general del cual Lynch considera que fue víctima.
Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de "un nuevo género humano" destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas.
Mantuvo esta postura hasta su discurso ante el congreso de Angostura en 1819, cuando confesó su republicanismo y habló de ciudadanía. Mas luego insistió en que los candidatos a la ciudadanía eran ineptos debido a la cultura española. A eso se debe que desease un senado hereditario y un "poder moral" (una cuarta rama gubernativa) cuyo objetivo fuese hacer que los criollos blancos enseñasen virtudes sociales al resto. Aunque sus ideas no eran compartidas por las elites liberales, intentó una reforma institucional que lo hubiese convertido en el "padre de familia" en torno a quien habría girado el destino de la sociedad.
Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita--y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.
José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.
Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar "fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían". Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar "emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo" mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.
Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.
Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.
Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia --una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.
Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.
La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”.
Hay elementos marxistas en su argumento, pero sugiere de manera convincente que Bolivar desvió la energía de las masas de color de su objetivo inicial--las elites—hacia el enemigo común, el régimen colonial español. Estimaba que mantenerlas en un estado de guerra constante era la mejor forma de gastar esa energía y de alejarla de los líderes de la nueva república. Bosch atribuye a este temor la extralimitación militar de Bolivar. Yo agregaría que su incapacidad para soltar las riendas del poder y establecer instituciones sólidas derivaba parcialmente de esta fijación.
Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que "la Guerra a Muerte", una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante.
Su genio consistió en reencauzar hacia el enemigo la hostilidad popular que se había desatado contra las elites.
Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían.
Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían.
El temor a una revuelta racial y clasista llevó al Libertador a adoptar medidas absurdas, como la abolición de las comunidades indígenas en Perú. Pensaba que la abolición de esta forma de posesión comunal de la tierra y la distribución de pequeñas parcelas individuales fortalecería a los indios. Provocó exactamente lo opuesto: el rompimiento de esas estructuras abrió las puertas a través de las cuales las elites locales lograron usurpar las propiedades y concentrar la tierra en muy pocas manos.
En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran "gente vulgar".
La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, "en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia". Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.
Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante.
Bolívar, distraído por las cuestiones militares y obsesionado con contener a la pardocracia, nunca trató de modificar este estado de cosas. Cuando intentó alguna reforma, como en Colombia al restituir a los indios las tierras de las reservaciones, no la hizo cumplir, dejando que los legisladores y administradores lidiaran con los detalles mientras él conquistaba más tierras. Lo que ocurrió en la práctica, tal como Lynch lo demuestra cabalmente, es que la tierra fue enajenada y terminó en manos de los grandes terratenientes. Se perdió una gran oportunidad de crear una sociedad de propietarios.
Sin ella, no había esperanza alguna de forjar una república liberal bajo el Estado de Derecho. Los Whigs británicos y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a quienes Bolivar admiraba mucho, comprendían los fundamentos de una sociedad libre de un modo que a él lo eludía.
Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.
Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.
A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la "Guerra a Muerte" en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.
Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto.
El historiador británico es más comprensivo respecto del decreto de la Guerra a Muerte, cuando, habiendo aprendido la lección del colapso de la primera república, Bolívar decidió librar una despiadada campaña a efectos de infundir temor en el enemigo. El decreto finalmente se volvió una autorización general para la represión indiscriminada. Bolívar alentó o toleró la ejecución y la persecución de los españoles y americanos que habían cometido el pecado de permanecer neutrales o no haber sido lo suficientemente serviciales.
La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.
Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos". Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.
Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como "el hombre de las leyes" y a sí mismo como "el hombre de las dificultades". Es una distinción contundente.
El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.
Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la "deificación" de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el "cesarismo" y el "bolivarianismo" -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini.
Fue también admirado por los publicistas de la Falange en España, entre ellos Giménez Caballero, quien sostuvo que Bolívar fue un precursor de Franco. Por lo tanto, Chávez simplemente ha retomado el culto y transformado a Bolívar en el precursor de su propia revolución. Y ha ligado este artilugio a la liturgia popular que rodea a Bolívar desde el siglo diecinueve. Si Bolívar viviese hoy día, observa Iturrieta, se sorprendería de ver a un zambo, un individuo de origen negro y amerindio, habitando el palacio presidencial y hablando en su nombre.
Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado "Marx y Bolívar," el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar "era el verdadero Soulouque". (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de "cualquier esfuerzo de largo plazo".
Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar...terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.
Traducido por Gabriel Gasave
Este trabajo fue originalmente publicado en inglés por la revista The New Republic bajo el titulo de THE FLIP SIDE OF POPULISM--Democracy s Caudillo, en su edición del 19 de junio de 2006.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior y Director del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute. Su libro Liberty for Latin America ha sido publicado por Farrar, Straus & Giroux y, en castellano, por Planeta (Rumbo a la libertad).19/6/2006
Alvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior y Director del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute. Su libro Liberty for Latin America ha sido publicado por Farrar, Straus & Giroux y, en castellano, por Planeta (Rumbo a la libertad).19/6/2006
Por Alvaro Vargas Llosa.
The New RepPost
RLB Punto Politico
agosto 20, 2007
¿Por qué América Latina no progresa,
Agradezco a la Federación Nacional de Comerciantes de Colombia esta invitación a que les hable sobre por qué América Latina no progresa, haciendo énfasis en el caso venezolano. Muchos de los problemas y obstáculos que han impedido que nuestro hemisferio se incorpore al mundo desarrollado de Occidente son comunes o, al menos, bastante parecidos en toda América Latina.
Luego de 16 años al frente de AIPE una empresa periodística dedicada al análisis y discusión de los principales temas económicos y políticos que afectan a la región, estoy convencido de que a menudo comprendemos mejor lo que sucede en nuestro propio patio cuando observamos el desarrollo de problemas similares que confrontan países vecinos y demás regiones de América Latina.
Voy a comenzar contándoles brevemente unas pocas experiencias personales que creo reflejan algunos de los males que en diferentes grados han afectado a gran parte de América Latina.
Poco después de la muerte de mi hermano Luis Henrique, leyendo papeles suyos me encontré una historia fascinante que me hizo comprender mejor lo que el economista austriaco Friedrich Hayek llamó “el camino de servidumbre”, sendero predilecto de los gobernantes venezolanos. Mi hermano, quien era 9 años mayor que yo, relata su visita a nuestra madre en la clínica, en 1939, cuando yo nací. Cuenta que al entrar al hospital saludó a una muchacha que salía con su recién nacido en los brazos. La reconoció como trabajadora de la fábrica de nuestro padre y me enteré que, en aquellos tiempos, esa empresa pagaba el 95% de los gastos médicos de todos sus trabajadores, quienes recibían atención médica en la Policlínica Caracas, entonces el mejor hospital privado del país.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando, por presiones del Departamento de Estado, se creó en Venezuela el Instituto de Seguros Sociales para comenzar a socializar la medicina y centralizar las jubilaciones. Entonces, las Naciones Unidas recomendaron al médico chileno Salvador Allende para que asesorara al gobierno venezolano en la creación de ese instituto.
Voy a comenzar contándoles brevemente unas pocas experiencias personales que creo reflejan algunos de los males que en diferentes grados han afectado a gran parte de América Latina.
Poco después de la muerte de mi hermano Luis Henrique, leyendo papeles suyos me encontré una historia fascinante que me hizo comprender mejor lo que el economista austriaco Friedrich Hayek llamó “el camino de servidumbre”, sendero predilecto de los gobernantes venezolanos. Mi hermano, quien era 9 años mayor que yo, relata su visita a nuestra madre en la clínica, en 1939, cuando yo nací. Cuenta que al entrar al hospital saludó a una muchacha que salía con su recién nacido en los brazos. La reconoció como trabajadora de la fábrica de nuestro padre y me enteré que, en aquellos tiempos, esa empresa pagaba el 95% de los gastos médicos de todos sus trabajadores, quienes recibían atención médica en la Policlínica Caracas, entonces el mejor hospital privado del país.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando, por presiones del Departamento de Estado, se creó en Venezuela el Instituto de Seguros Sociales para comenzar a socializar la medicina y centralizar las jubilaciones. Entonces, las Naciones Unidas recomendaron al médico chileno Salvador Allende para que asesorara al gobierno venezolano en la creación de ese instituto.
Los impuestos a las nóminas de sueldos que seguidamente impuso el gobierno nacional hicieron que pronto desaparecieran todos los programas privados de atención médica a los trabajadores y sólo aquellos venezolanos con altos ingresos pudieron desde entonces tener acceso a clínicas privadas.
Las buenas intenciones políticas a menudo causan males no previstos y como la prioridad absoluta del partido gobernante suele ser ganar las próximas elecciones, se dificulta y hasta se imposibilita que a tiempo se corrijan nefastos errores.
Las estadísticas muestran de manera dramática los cambios sufridos en Venezuela entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Por ejemplo, en 1958 el ingreso per cápita del venezolano equivalía a 78% del ingreso per cápita en Estados Unidos. Mientras en la década de los años 50 el ingreso de los venezolanos aumentó en más del doble, a partir de 1960 --bajo una política económica que el propio presidente Rómulo Betancourt definió como “socialismo en alpargatas”-- la población ha crecido más rápidamente que la economía.
Hoy, a pesar del precio récord del petróleo, el ingreso promedio del venezolano fluctúa alrededor del 15% del ingreso promedio en Estados Unidos, mientras que todo lo contrario ha estado sucediendo en países ex-comunistas como Estonia y la República Checa, al igual que en los llamados tigres y dragones de Asia.
Yo me gradué de una universidad americana en 1962 y recibí varias ofertas de trabajo para quedarme allá. No las tomé en serio porque para mí el futuro estaba en Venezuela. Pero apenas un par de décadas más tarde, cuando mis hijos se graduaron de universidades americanas, ellos no dudaron en quedarse a vivir en Estados Unidos. En Venezuela se notaba ya un cambio profundo; de ser un país floreciente y próspero que atraía a cientos de miles de inmigrantes de todas partes del mundo y donde gran cantidad de ejecutivos y técnicos de las multinacionales petroleras preferían quedarse a vivir después de su jubilación, se ha convertido en un país de emigrantes, exportador neto de talento y de capital privado. Las aplicaciones de venezolanos que quieren venirse a vivir en Colombia se dispararon 300% en los últimos dos años.
En Miami, así como en los años 60 se veían a médicos e ingenieros cubanos lavando ventanas y cortando la grama, hoy vemos a muchos venezolanos jóvenes y viejos tratando de rehacer allá sus vidas de la misma manera.
Para terminar con estas breves anécdotas personales, les contaré por qué vivo y trabajo en Estados Unidos desde hace 20 años. En 1987, yo era director general de El Diario de Caracas, cuya línea editorial era muy crítica del intervencionismo y desenfrenada corrupción del gobierno del entonces presidente socialdemócrata Jaime Lusinchi. El periódico pertenecía al grupo Radio Caracas Televisión, cuya licencia de transmisión vencía en mayo de 1987. Los dueños de la empresa fueron entonces informados desde el palacio presidencial que la licencia no sería renovada a menos de que yo fuera despedido.
48 horas antes de ser despedido, una fuente cercana al partido de gobierno me informó que el ex presidente Carlos Andrés Pérez había dicho esa mañana, en la sede del partido Acción Democrática, que el problema conmigo ya había sido resuelto.
Fui despedido y la licencia de RCTV fue renovada por 20 años.
Dos días después de mi salida del periódico, mientras el presidente Lusinchi visitaba la redacción de El Diario de Caracas para celebrar su victoria y sonreído declaraba que “es pecado hablar mal del gobierno”, lo cual apareció al día siguiente como titular de primera página, yo confrontaba falsos cargos en un tribunal penal, donde el juez Cristóbal Ramírez Colmenares me informó, sin titubear y apuntando al techo con un dedo, que él necesariamente tenía que seguir “instrucciones de arriba”.
Decidí entonces emigrar a Estados Unidos y, poco después, habiendo el gobierno logrado lo que buscaba, se retiraron todos los cargos en mi contra.
Como todos ustedes saben, en mayo de este año se repitió la historia en Venezuela, pero con un final mucho más triste: Hugo Chávez no renovó la licencia de transmisión a Radio Caracas Televisión, canal que fue reemplazado por otra televisora más de propaganda gubernamental que, además, se apoderó de 130 millones de dólares en equipos y antenas de transmisión, sin pagar un centavo a los dueños.
Cuando no hay respeto por las libertades civiles ni los derechos de propiedad, surgen multimillonarios ganadores, mientras que los perdedores son aplastados, dependiendo de quién se ha ganado o comprado el apoyo oficial. Para ilustrar ese hecho y terminar con el triste caso de Radio Caracas Televisión, les cuento otra sorprendente coincidencia. Hace 20 años, Carlos Croes era el jefe de la Oficina Central de Información del presidente Lusinchi; es decir, su ministro de propaganda y censura. Hoy el Sr. Croes es vicepresidente de Información de Televen, uno de los canales privados de televisión que resultaron más beneficiados con el cierre de RCTV, empresa que a lo largo de 53 años fue el más exitoso medio publicitario venezolano.
Sí debo aclarar que no solamente Chávez y los presidentes de Acción de Democrática han sido enemigos de la libertad de prensa. El presidente copeyano Rafael Caldera me llamó públicamente “traidor a la patria”.
Un artículo mío publicado el 22 de julio de 1994 en el Wall Street Journal, relatando las fracasadas políticas estatistas del gobierno venezolano, causó la furia del entonces presidente Rafael Caldera, quien en un discurso al día siguiente, en la Décima Convención Nacional de Periodistas dijo: “A mi me duele profundamente cuando veo venezolanos que llegan a adquirir la posibilidad de escribir o informar para órganos de prensa internacional... diciendo que Venezuela va al desastre, eso es una traición a la patria, ese es un crimen contra Venezuela.
Las estadísticas muestran de manera dramática los cambios sufridos en Venezuela entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Por ejemplo, en 1958 el ingreso per cápita del venezolano equivalía a 78% del ingreso per cápita en Estados Unidos. Mientras en la década de los años 50 el ingreso de los venezolanos aumentó en más del doble, a partir de 1960 --bajo una política económica que el propio presidente Rómulo Betancourt definió como “socialismo en alpargatas”-- la población ha crecido más rápidamente que la economía.
Hoy, a pesar del precio récord del petróleo, el ingreso promedio del venezolano fluctúa alrededor del 15% del ingreso promedio en Estados Unidos, mientras que todo lo contrario ha estado sucediendo en países ex-comunistas como Estonia y la República Checa, al igual que en los llamados tigres y dragones de Asia.
Yo me gradué de una universidad americana en 1962 y recibí varias ofertas de trabajo para quedarme allá. No las tomé en serio porque para mí el futuro estaba en Venezuela. Pero apenas un par de décadas más tarde, cuando mis hijos se graduaron de universidades americanas, ellos no dudaron en quedarse a vivir en Estados Unidos. En Venezuela se notaba ya un cambio profundo; de ser un país floreciente y próspero que atraía a cientos de miles de inmigrantes de todas partes del mundo y donde gran cantidad de ejecutivos y técnicos de las multinacionales petroleras preferían quedarse a vivir después de su jubilación, se ha convertido en un país de emigrantes, exportador neto de talento y de capital privado. Las aplicaciones de venezolanos que quieren venirse a vivir en Colombia se dispararon 300% en los últimos dos años.
En Miami, así como en los años 60 se veían a médicos e ingenieros cubanos lavando ventanas y cortando la grama, hoy vemos a muchos venezolanos jóvenes y viejos tratando de rehacer allá sus vidas de la misma manera.
Para terminar con estas breves anécdotas personales, les contaré por qué vivo y trabajo en Estados Unidos desde hace 20 años. En 1987, yo era director general de El Diario de Caracas, cuya línea editorial era muy crítica del intervencionismo y desenfrenada corrupción del gobierno del entonces presidente socialdemócrata Jaime Lusinchi. El periódico pertenecía al grupo Radio Caracas Televisión, cuya licencia de transmisión vencía en mayo de 1987. Los dueños de la empresa fueron entonces informados desde el palacio presidencial que la licencia no sería renovada a menos de que yo fuera despedido.
48 horas antes de ser despedido, una fuente cercana al partido de gobierno me informó que el ex presidente Carlos Andrés Pérez había dicho esa mañana, en la sede del partido Acción Democrática, que el problema conmigo ya había sido resuelto.
Fui despedido y la licencia de RCTV fue renovada por 20 años.
Dos días después de mi salida del periódico, mientras el presidente Lusinchi visitaba la redacción de El Diario de Caracas para celebrar su victoria y sonreído declaraba que “es pecado hablar mal del gobierno”, lo cual apareció al día siguiente como titular de primera página, yo confrontaba falsos cargos en un tribunal penal, donde el juez Cristóbal Ramírez Colmenares me informó, sin titubear y apuntando al techo con un dedo, que él necesariamente tenía que seguir “instrucciones de arriba”.
Decidí entonces emigrar a Estados Unidos y, poco después, habiendo el gobierno logrado lo que buscaba, se retiraron todos los cargos en mi contra.
Como todos ustedes saben, en mayo de este año se repitió la historia en Venezuela, pero con un final mucho más triste: Hugo Chávez no renovó la licencia de transmisión a Radio Caracas Televisión, canal que fue reemplazado por otra televisora más de propaganda gubernamental que, además, se apoderó de 130 millones de dólares en equipos y antenas de transmisión, sin pagar un centavo a los dueños.
Cuando no hay respeto por las libertades civiles ni los derechos de propiedad, surgen multimillonarios ganadores, mientras que los perdedores son aplastados, dependiendo de quién se ha ganado o comprado el apoyo oficial. Para ilustrar ese hecho y terminar con el triste caso de Radio Caracas Televisión, les cuento otra sorprendente coincidencia. Hace 20 años, Carlos Croes era el jefe de la Oficina Central de Información del presidente Lusinchi; es decir, su ministro de propaganda y censura. Hoy el Sr. Croes es vicepresidente de Información de Televen, uno de los canales privados de televisión que resultaron más beneficiados con el cierre de RCTV, empresa que a lo largo de 53 años fue el más exitoso medio publicitario venezolano.
Sí debo aclarar que no solamente Chávez y los presidentes de Acción de Democrática han sido enemigos de la libertad de prensa. El presidente copeyano Rafael Caldera me llamó públicamente “traidor a la patria”.
Un artículo mío publicado el 22 de julio de 1994 en el Wall Street Journal, relatando las fracasadas políticas estatistas del gobierno venezolano, causó la furia del entonces presidente Rafael Caldera, quien en un discurso al día siguiente, en la Décima Convención Nacional de Periodistas dijo: “A mi me duele profundamente cuando veo venezolanos que llegan a adquirir la posibilidad de escribir o informar para órganos de prensa internacional... diciendo que Venezuela va al desastre, eso es una traición a la patria, ese es un crimen contra Venezuela.
Creen que por hacerle daño a un gobierno tienen derecho a presentar toda una serie de infamias. Y yo espero que algún día el tribunal disciplinario del Colegio Nacional de Periodistas le dé una sanción moral expulsando a esos criminales que usan las columnas de la prensa extranjera para denigrar de Venezuela, para presentar un panorama negativo de nuestro país”.
El presidente Caldera evidentemente ignoraba que en Estados Unidos no hay que ser miembro de ningún colegio de periodistas ni de ningún sindicato para escribir en la prensa, ya que la primera enmienda constitucional garantiza la libertad de expresión y de prensa.
En Venezuela y en muchos otros países latinoamericanos, la democracia que logramos tras la desaparición de las viejas dictaduras militares falló en garantizarnos el principal derecho humano: el derecho a ganarnos la vida en el trabajo de nuestra preferencia, para luego disfrutar libremente de la propiedad adquirida con nuestro propio esfuerzo.
El termómetro de nuestros recientes y actuales quebrantos estatistas, a la vez que el más confiable indicador del bienestar y crecimiento económico latinoamericano o, por el contrario, del aumento de la de corrupción, hambre y miseria es el grado de libertad de mercado que gozan nuestros países. Es decir, el nivel o cantidad de trabas burocráticas, permisos, aranceles, licencias, autorizaciones, cuotas, regulaciones, concesiones, franquicias, colegiaturas, sindicatos únicos y demás artificios con los que funcionarios públicos discriminan en contra del pueblo, impidiendo el libre acceso tanto al trabajo como al mercado y despojando a la gente de su más importante derecho civil, el de ganarse la vida haciendo lo que más les gusta, lo cual suele también ser lo que mejor hacen.
En nombre de la justicia social, el gobierno venezolano anunció hace pocos días que se va a imponer por decreto una ley de Estabilidad en el Trabajo, bajo la cual nadie podrá ser despedido, trasladado de cargo o desmejorado en sus condiciones, sin la previa autorización del gobierno. Esta nueva normativa reemplazará la inamovilidad general que ha estado vigente desde el año 2003.
Con razón, la semana pasada el director ejecutivo de la Cámara de Comercio Colombo-Americana declaró a Reuters que “Chávez ha sido un gran promotor de la inversión extranjera en Colombia”, refiriéndose al traslado de Caracas a Bogotá de las sedes de varias empresas norteamericanas que temen las consecuencias del manifiesto colapso del Estado de Derecho en Venezuela.
El triste resultado del extremismo intervencionista lo muestran claramente las estadísticas de la Confederación Venezolana de Industriales: de 11.000 industrias que existían en Venezuela en 1998, quedan menos de 7.000 y el número de empleos perdidos en el sector industrial, en los últimos diez años, pasa de 500.000.
Por su parte, las estadísticas del gobierno muestran más bien una disminución del desempleo debido a que el número de empleados públicos ha aumentado 45% bajo la presidencia de Hugo Chávez. Sin embargo, más de la mitad de los trabajadores venezolanos forman hoy parte de la economía informal.
El presidente Caldera evidentemente ignoraba que en Estados Unidos no hay que ser miembro de ningún colegio de periodistas ni de ningún sindicato para escribir en la prensa, ya que la primera enmienda constitucional garantiza la libertad de expresión y de prensa.
En Venezuela y en muchos otros países latinoamericanos, la democracia que logramos tras la desaparición de las viejas dictaduras militares falló en garantizarnos el principal derecho humano: el derecho a ganarnos la vida en el trabajo de nuestra preferencia, para luego disfrutar libremente de la propiedad adquirida con nuestro propio esfuerzo.
El termómetro de nuestros recientes y actuales quebrantos estatistas, a la vez que el más confiable indicador del bienestar y crecimiento económico latinoamericano o, por el contrario, del aumento de la de corrupción, hambre y miseria es el grado de libertad de mercado que gozan nuestros países. Es decir, el nivel o cantidad de trabas burocráticas, permisos, aranceles, licencias, autorizaciones, cuotas, regulaciones, concesiones, franquicias, colegiaturas, sindicatos únicos y demás artificios con los que funcionarios públicos discriminan en contra del pueblo, impidiendo el libre acceso tanto al trabajo como al mercado y despojando a la gente de su más importante derecho civil, el de ganarse la vida haciendo lo que más les gusta, lo cual suele también ser lo que mejor hacen.
En nombre de la justicia social, el gobierno venezolano anunció hace pocos días que se va a imponer por decreto una ley de Estabilidad en el Trabajo, bajo la cual nadie podrá ser despedido, trasladado de cargo o desmejorado en sus condiciones, sin la previa autorización del gobierno. Esta nueva normativa reemplazará la inamovilidad general que ha estado vigente desde el año 2003.
Con razón, la semana pasada el director ejecutivo de la Cámara de Comercio Colombo-Americana declaró a Reuters que “Chávez ha sido un gran promotor de la inversión extranjera en Colombia”, refiriéndose al traslado de Caracas a Bogotá de las sedes de varias empresas norteamericanas que temen las consecuencias del manifiesto colapso del Estado de Derecho en Venezuela.
El triste resultado del extremismo intervencionista lo muestran claramente las estadísticas de la Confederación Venezolana de Industriales: de 11.000 industrias que existían en Venezuela en 1998, quedan menos de 7.000 y el número de empleos perdidos en el sector industrial, en los últimos diez años, pasa de 500.000.
Por su parte, las estadísticas del gobierno muestran más bien una disminución del desempleo debido a que el número de empleados públicos ha aumentado 45% bajo la presidencia de Hugo Chávez. Sin embargo, más de la mitad de los trabajadores venezolanos forman hoy parte de la economía informal.
La avanzada socialista siempre enarbola la bandera de la “justicia social”, cuya popularidad se debe en parte a que no tiene una definición clara y precisa. Cada político la define según conviene en el momento, para lograr apoyo a su proyecto de ley o la regulación de alguna actividad.
La expresión “justicia social” fue por vez primera utilizada por un sacerdote siciliano, Luigi Taparelli, en 1840 y pronto se la apropiaron las élites intelectuales que aspiraban conducir el mundo a la utopía del “socialismo científico”, donde la razón y mentes privilegiadas regirían el universo. Ellos sabían mejor lo que a la plebe ignorante realmente convenía. Así, la “justicia social” desde temprano estuvo ligada a la economía dirigida y planificada. Según los políticos en ejercicio, el individuo importa poco vis-a-vis el bien común.
Al comienzo había mucho de buenas intenciones en el concepto de “justicia social”, como por ejemplo que la gente acomodada ayudara a través de fundaciones caritativas privadas a colegios y hospitales, como también a la adaptación de campesinos a los nuevos centros industriales. Pero el profesor Hayek fue uno de los primeros en denunciar la “justicia social” cuando esta dejó de ser una virtuosa y bondadosa decisión espontánea y personal de ayudar al prójimo para convertirse en imposiciones -desde las alturas del poder- de un abstracto y manipulable ideal.
Se creó así una falsa imagen de la gente común como víctimas, ya que al haber víctimas tiene que existir un victimario.
El filósofo polaco Leszek Kolakowski, en su historia del comunismo, escribió que el paradigma fundamental de esa ideología estaría para siempre garantizado porque tu sufrimiento es causado por opresores y las cosas malas que te suceden no son culpa tuya sino de los ricos de tu país, o peor aún, de los ricos de ultramar. Claro, el remedio comunista, nazi y fascista para acabar con la injusticia social condujo a hambrunas, campos de concentración y cientos de millones de muertos, resultados infinitamente peores que el mal fantasmagórico inventado por intelectuales como excusa para detentar el poder.
En el tercer volumen de su obra titulada “Principales corrientes del marxismo” (publicado en 1978), Kolakowski escribe que “el marxismo actualmente ni interpreta ni cambia al mundo: es meramente un repertorio de consignas que sirven para organizar variados intereses”.
Según Hayek: “Una de las grandes debilidades de nuestro tiempo es que no tenemos la paciencia ni la fe para crear organizaciones voluntarias con los fines que valoramos, sino que de inmediato le pedimos al gobierno que utilice la coerción (o fondos sustraídos coactivamente) para cualquier cosa que parezca deseable para muchos. Sin embargo, nada tiene peor efecto sobre la participación ciudadana que cuando el gobierno, en lugar de ofrecer meramente la estructura esencial para el crecimiento espontáneo, se vuelve monolítico y se encarga de todas las necesidades, las cuales en realidad pueden sólo ser satisfechas por el esfuerzo común de muchos”.
Para Hayek, la justicia es siempre individual y “nada ha destruido más nuestras garantías constitucionales de libertad individual que el intento de alcanzar el espejismo de la justicia social”. El mercado premia a quienes mejor satisfacen los requerimientos y necesidades de los consumidores y manipular los premios significa fomentar la ineficiencia y la pobreza misma. Ya vimos con horror los logros de Stalin, Mao y Castro bajo el lema marxista “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Hoy es políticamente incorrecto mencionar una triste realidad, que las dictaduras militares del pasado --a pesar de haber hecho mucho daño-- a menudo tuvieron la ventaja de que los gobernantes de aquella época se contentaban con ejercer el poder político con mano dura, mientras que permitían amplia libertad económica a la ciudadanía. Algunos amigos del palacio presidencial disfrutaban, desde luego, de la concesión de ciertos y determinados monopolios y oligopolios, pero predominaba la libre competencia, importaciones sin cuotas ni aranceles y, sobre todo, un creciente flujo de inversiones extranjeras, lo cual no solamente mejoraba los niveles de salarios, sino que fomentaba la creación de una fuerza laboral calificada y productiva, que no aspiraba a vivir de las dádivas de los políticos, sino del sudor de su frente.
A fines de los años 50 había más inversión norteamericana en Venezuela que en todo el resto de América Latina. Y pienso que la mejor universidad que por muchos años tuvimos los venezolanos fue la Creole Petroleum Corporation, subsidiaria de la Standard Oil. Técnicos y administradores que escalaban posiciones en la Creole solían recibir las más atractivas ofertas de trabajo de parte de empresarios criollos que querían asegurarse de contar con gerentes y administradores competentes en sus empresas. Esa concentración del talento en la industria petrolera fue una de las razones del éxito petrolero venezolano, pero el lanzamiento del cartel de la OPEP y la politización de nuestra principal industria pronto comenzaría a cambiar el panorama económico nacional.
Es importante recordar que la fundación de la OPEP, el 17 de septiembre de 1960, fue idea del entonces ministro venezolano de Minas e Hidrocarburos, Juan Pablo Pérez Alfonzo, quien convenció a cuatro mandatarios del Medio Oriente a formar un cartel para asegurar así altos ingresos para los países productores de petróleo. En 1960, las exportaciones petroleras de Venezuela representaban 60% del comercio petrolero internacional, mientras que los países árabes exportaban a unas pocas naciones europeas.
En 1974, el presidente Carlos Andrés Pérez, quien había sido ministro del Interior de Rómulo Betancourt, procedió a estatizar la industria petrolera. Allí está la prueba de que la nueva clase política venezolana que surgió a raíz de la caída del régimen dictatorial del general Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, no se contentaría con ejercer el poder político, sino que también ambicionaba el poder económico.
En 1961, el presidente Rómulo Betancourt anunció que no se otorgarían nuevas concesiones a las empresas petroleras extranjeras y éstas, lógicamente, comenzaron a repatriar sus capitales y a buscar otras áreas de exploración. Esto causó una gran presión sobre el bolívar, el cual sufrió entonces su primera devaluación del siglo XX.
Uno de los pilares fundamentales de toda economía floreciente es la solidez de su moneda. El bolívar venezolano, hoy convertido en miserable “chavito”, mantuvo su valor de un gramo de oro a lo largo de 82 años, desde 1879 hasta 1961. Desde entonces, el valor oficial del bolívar con respecto al dólar ha caído 63.500% y su poder adquisitivo en más del doble de eso. Este es el verdadero termómetro del robo perpetrado por los gobernantes al pueblo venezolano. Y, como sabemos, los más afectados por la inflación no son los ricos con propiedades inmobiliarias y cuentas en dólares en el exterior, sino los más pobres que ven desaparecer sus pequeños ahorros.
Para financiar los crecientes gastos del estado, la clase política latinoamericana suele preferir la inflación al aumento de impuestos. Esta no tiene que ser aprobada por ninguna legislatura y afecta menos a los amigos del palacio presidencial. Lo que sí se requiere es la politización del Banco Central, lo cual en el caso venezolano ocurrió a mediados de los años 70, bajo el presidente Carlos Andrés Pérez. Desde entonces, el Banco Central de Venezuela ha sido utilizado para ganar elecciones imprimiendo billetes y la serie de frecuentes devaluaciones del bolívar fue comenzada por el presidente socialcristiano Luis Herrera Campins en 1983.
En la década de los años 50, la inflación en Venezuela era inferior a la de Estados Unidos. Por el contrario, en apenas el primer semestre de 1996, la inflación venezolana superó a la que habíamos experimentado a lo largo de 27 años, desde 1946 a 1973. Sin embargo, debo reconocer que los gobernantes venezolanos no han sido los más ladrones de América Latina. El Che Guevara, al ser nombrado presidente del Banco Central de Cuba por Fidel Castro en 1959, procedió a borrarle dos ceros al peso cubano y en Argentina le borraron 17 ceros a la moneda entre 1971 y 1991.
El tercer pié del trípode en que se apoyaría “el socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez fue la politización del sistema judicial. El general Marcos Pérez Jiménez tuvo un honorable ministro de Justicia, Luis Felipe Urbaneja, quien creó un sistema judicial regido por jueces honrados e imparciales. En el campo político se cometieron detestables injusticias durante la dictadura militar, pero eso no ocurría en los tribunales.
En 1968, el partido Acción Democrática perdió las elecciones presidenciales, pero mantuvo una mayoría en el Congreso, la cual utilizó para ponerle la mano al sistema judicial, a través de una ley que convertía el nombramiento de jueces en una función de los resultados electorales. Así se enterró en Venezuela el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, se politizó y se corrompió al sistema judicial, con el nombramiento de jueces según su afiliación política y en proporciones que reflejaran los resultados electorales.
La consecuencia casi inmediata de ese cambio en la selección de los jueces fue la compra y venta de sentencias. La gente influyente y los conocedores del medio sabían a cuáles abogados acudir en caso de cualquier problema legal, mientras que los venezolanos pobres languidecían en las cárceles por años sin ir a juicio. Según distinguidos abogados caraqueños, ya en los años 90 una orden de detención en las cárceles de Caracas podía equivaler a una virtual condena a muerte.
Es comprensible el culto a la democracia en una región del mundo que desde los tiempos de la independencia sufrió frecuentes y crueles dictaduras, pero como solía decir mi fallecido amigo, el brillante economista inglés Arthur Seldon: “no basta con implantar la democracia política. El mercado garantiza mejor la libertad de los ciudadanos”.
La realidad es que la libertad económica suele conducir a la libertad política, como sucedió en Chile, pero la libertad política no conduce necesariamente a la libertad económica, como vemos en el triste caso venezolano y de muchas otras naciones del hemisferio.
No hay duda de que los ciudadanos disfrutamos de nuestra libertad política en importantes pero contadas ocasiones, al elegir a nuestros alcaldes, congresistas y presidentes cada cierto número de años, pero la libertad económica la ejercemos en infinidad de ocasiones todos los días de nuestras vidas.
La incongruencia de la filosofía política que prevalece en gran parte de América Latina es que nosotros, los ciudadanos, tenemos el derecho y estamos capacitados para elegir a los gobernantes y legisladores, pero ellos, una vez encargados del poder, son quienes determinan lo que podemos hacer o no con nuestras vidas y con nuestra propiedad, por lo que con inusitada frecuencia utilizan la excusa del bien común para aplastar nuestros derechos civiles y nuestra libertad individual.
Pienso que la principal razón por la cual nuestro hemisferio no avanza hacia la prosperidad económica que están alcanzando muchos países de otros continentes, que solían ser mucho más pobres, se debe a que nuestros políticos y gobernantes no creen en gobiernos limitados. Como claramente lo expresaron hace más de dos siglos los próceres fundadores de Estados Unidos, la razón de ser del gobierno es la defensa de los derechos del ciudadano a la vida, a la propiedad y a la búsqueda de su felicidad.
Los países ricos quizás se pueden hoy dar el lujo de irrespetar tales principios fundamentales, aunque hasta los políticos franceses se están dando cuenta que cuando el gasto del estado de bienestar alcanza 54% de Producto Interno Bruto, desaparece el crecimiento económico y la gente joven emigra o vive de la caridad pública porque no consigue empleo, a pesar de la políticamente atractiva jornada laboral francesa de 35 horas a la semana.
En ese sentido, algunos de los tradicionales enemigos del verdadero bienestar latinoamericano forman parte, desde hace décadas, de las burocracias de las Naciones Unidas y demás organismos internacionales. Tales voces se unen a las de reciclados burócratas latinoamericanos que antes imponían sus fracasadas ideas dirigistas en sus países de origen, mientras que hoy lo hacen desde envidiables cargos libres de impuestos y desde elegantes oficinas en Nueva York, Washington, Ginebra, París o Bruselas. La repetitiva fórmula suele ser más créditos a los gobiernos, más leyes, más regulaciones y más conferencias en los más deliciosos hoteles del mundo, donde discutir y negociar una más detallada planificación económica.
Ellos también se empeñan en tratar de imponernos las bonitas reglas de los países desarrollados, pero si estas mismas hubieran estado vigentes hace 100 o 200 años habrían logrado paralizar o destruir la Revolución Industrial, impidiendo la transición de economías agrícolas pobres a desarrolladas economías industrializadas y que hoy en día avanzan hacia economías basadas en los servicios.
Lamentablemente, la cultura latinoamericana del siglo XXI es anticapitalista porque la población ha sido convencida por nuestros locuaces políticos que el capitalismo promueve la desigualdad, mientras que sus bien intencionadas políticas públicas dirigistas y socialistas son capaces de reducir la pobreza, a través de más programas sociales y mayor redistribución de la riqueza.
Los tradicionales partidos políticos venezolanos, Acción Democrática y Copei, que antes se alternaban el poder, solían dedicarse a concentrar en sus manos el poder político y económico, dejándole prácticamente mano libre a la extrema izquierda en el campo educacional.
La sanguinaria guerrilla castrista fue derrotada militarmente en Venezuela hace años, pero muchos de sus líderes -con vista al largo plazo- se dedicaron desde entonces a cambiar la manera de pensar de la juventud, prestándoles especial atención a los jóvenes oficiales.
La educación pública promueve la idea de que la libertad es un valor perfectamente divisible y que lo importante es la libertad política, mientras que la libertad económica es algo que desean solamente los ricos y los empresarios para que los bondadosos funcionarios públicos se vean imposibilitados de proteger al pueblo.
Hoy es grato ver que los estudiantes universitarios en Venezuela son los abanderados en reclamar la libertad de expresión y de manifestar ardorosamente en contra de políticas y atropellos del gobierno, pero por varias décadas la educación primaria, media y universitaria estuvo básicamente regida por intelectuales de izquierda, quienes firmemente creen que el futuro de la nación depende de una cada vez mayor concentración del poder político y económico en manos de sus clarividentes líderes, de una ingeniería social impuesta por quienes sí saben lo que más conviene a las masas, mientras sienten un profundo desprecio por los conceptos de libertad individual, igualdad ante la ley, propiedad privada y el libre mercado.
En nuestros colegios y universidades se suele enseñar sobre las injusticias sociales ocurridas durante la Revolución Industrial, que fue justamente la primera vez en la historia universal cuando el ingreso per cápita comenzó a aumentar significativamente y cuando el nivel de vida de los obreros comenzaba a ser muy superior al de los trabajadores del campo. Esa curva ascendente del ingreso per cápita se hacía más perceptible en la medida que aumentaba el capital invertido, creciendo asimismo tanto la productividad como la demanda y, en consecuencia, los salarios y el bienestar de los trabajadores.
A mediano y largo plazo, la única manera de aumentar los salarios reales es a través de incrementos en la productividad de la mano de obra, lo cual se logra solamente con entrenamiento y mayores inversiones en maquinarias y equipos.
Ante el crecimiento de la demanda, el empresario evalúa constantemente si conviene más aumentar el número de trabajadores o invertir en maquinaria más sofisticadas. Si luego baja la demanda, la maquinaria puede ser utilizada por menos horas, mientras que en muchos países se dificulta o se hace inmensamente costoso despedir a un trabajador. Eso pareciera beneficiar a la clase obrera, pero bajo tales condiciones se crean muchos menos empleos porque los empresarios prefieren invertir en equipos y contratar menos personal.
Otra parte de esa tragedia es que las leyes laborales socialistas en la práctica imponen un matrimonio obligado entre patronos y los trabajadores, quienes entonces no saltan a mejores puestos en industrias emergentes y con gran futuro porque no quieren perder sus prestaciones y beneficios acumulados.
La globalización ha disparado el concepto de la “destrucción creativa” enunciado por Schumpeter en 1912, en la medida que las innovaciones que surgen de todas partes del mundo convierten en obsoletos, de la noche al día, a los inventarios, las ideas, las técnicas y los equipos. Si a esto le agregamos la inflexibilidad de perjudiciales leyes laborales, tenemos el fracaso asegurado.
Sin embargo, en América Latina seguimos bajo demagógicas leyes laborales que imponen altas indemnizaciones y demás beneficios contractuales, sean estos económicamente viables o no, a la vez que multiplican las regulaciones que aumentan los costos de operación, reducen la rentabilidad, incrementan la corrupción, disparan el crecimiento del sector informal, aumentan la disparidad de ingresos y ahuyentan nuevas inversiones. Esa es realmente la fórmula segura para el fracaso.
El éxito futuro depende del libre funcionamiento del mercado, a través de la oferta y la demanda, que permite el flujo de la indispensable información aportada por precios libres, que a su vez permite la óptima utilización de limitados recursos. Y al entonces concentrarnos en lo que comparativamente podemos producir más eficientemente, importando todo lo demás, avanzaríamos rápidamente hacia una mucho mayor y más generalizada prosperidad.
El mundo socialista y planificado es altamente retrógrado y conservador, en el sentido que le cierran la puerta a las innovaciones que, por definición, no pueden formar parte de un plan centralizado.
La expresión “justicia social” fue por vez primera utilizada por un sacerdote siciliano, Luigi Taparelli, en 1840 y pronto se la apropiaron las élites intelectuales que aspiraban conducir el mundo a la utopía del “socialismo científico”, donde la razón y mentes privilegiadas regirían el universo. Ellos sabían mejor lo que a la plebe ignorante realmente convenía. Así, la “justicia social” desde temprano estuvo ligada a la economía dirigida y planificada. Según los políticos en ejercicio, el individuo importa poco vis-a-vis el bien común.
Al comienzo había mucho de buenas intenciones en el concepto de “justicia social”, como por ejemplo que la gente acomodada ayudara a través de fundaciones caritativas privadas a colegios y hospitales, como también a la adaptación de campesinos a los nuevos centros industriales. Pero el profesor Hayek fue uno de los primeros en denunciar la “justicia social” cuando esta dejó de ser una virtuosa y bondadosa decisión espontánea y personal de ayudar al prójimo para convertirse en imposiciones -desde las alturas del poder- de un abstracto y manipulable ideal.
Se creó así una falsa imagen de la gente común como víctimas, ya que al haber víctimas tiene que existir un victimario.
El filósofo polaco Leszek Kolakowski, en su historia del comunismo, escribió que el paradigma fundamental de esa ideología estaría para siempre garantizado porque tu sufrimiento es causado por opresores y las cosas malas que te suceden no son culpa tuya sino de los ricos de tu país, o peor aún, de los ricos de ultramar. Claro, el remedio comunista, nazi y fascista para acabar con la injusticia social condujo a hambrunas, campos de concentración y cientos de millones de muertos, resultados infinitamente peores que el mal fantasmagórico inventado por intelectuales como excusa para detentar el poder.
En el tercer volumen de su obra titulada “Principales corrientes del marxismo” (publicado en 1978), Kolakowski escribe que “el marxismo actualmente ni interpreta ni cambia al mundo: es meramente un repertorio de consignas que sirven para organizar variados intereses”.
Según Hayek: “Una de las grandes debilidades de nuestro tiempo es que no tenemos la paciencia ni la fe para crear organizaciones voluntarias con los fines que valoramos, sino que de inmediato le pedimos al gobierno que utilice la coerción (o fondos sustraídos coactivamente) para cualquier cosa que parezca deseable para muchos. Sin embargo, nada tiene peor efecto sobre la participación ciudadana que cuando el gobierno, en lugar de ofrecer meramente la estructura esencial para el crecimiento espontáneo, se vuelve monolítico y se encarga de todas las necesidades, las cuales en realidad pueden sólo ser satisfechas por el esfuerzo común de muchos”.
Para Hayek, la justicia es siempre individual y “nada ha destruido más nuestras garantías constitucionales de libertad individual que el intento de alcanzar el espejismo de la justicia social”. El mercado premia a quienes mejor satisfacen los requerimientos y necesidades de los consumidores y manipular los premios significa fomentar la ineficiencia y la pobreza misma. Ya vimos con horror los logros de Stalin, Mao y Castro bajo el lema marxista “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Hoy es políticamente incorrecto mencionar una triste realidad, que las dictaduras militares del pasado --a pesar de haber hecho mucho daño-- a menudo tuvieron la ventaja de que los gobernantes de aquella época se contentaban con ejercer el poder político con mano dura, mientras que permitían amplia libertad económica a la ciudadanía. Algunos amigos del palacio presidencial disfrutaban, desde luego, de la concesión de ciertos y determinados monopolios y oligopolios, pero predominaba la libre competencia, importaciones sin cuotas ni aranceles y, sobre todo, un creciente flujo de inversiones extranjeras, lo cual no solamente mejoraba los niveles de salarios, sino que fomentaba la creación de una fuerza laboral calificada y productiva, que no aspiraba a vivir de las dádivas de los políticos, sino del sudor de su frente.
A fines de los años 50 había más inversión norteamericana en Venezuela que en todo el resto de América Latina. Y pienso que la mejor universidad que por muchos años tuvimos los venezolanos fue la Creole Petroleum Corporation, subsidiaria de la Standard Oil. Técnicos y administradores que escalaban posiciones en la Creole solían recibir las más atractivas ofertas de trabajo de parte de empresarios criollos que querían asegurarse de contar con gerentes y administradores competentes en sus empresas. Esa concentración del talento en la industria petrolera fue una de las razones del éxito petrolero venezolano, pero el lanzamiento del cartel de la OPEP y la politización de nuestra principal industria pronto comenzaría a cambiar el panorama económico nacional.
Es importante recordar que la fundación de la OPEP, el 17 de septiembre de 1960, fue idea del entonces ministro venezolano de Minas e Hidrocarburos, Juan Pablo Pérez Alfonzo, quien convenció a cuatro mandatarios del Medio Oriente a formar un cartel para asegurar así altos ingresos para los países productores de petróleo. En 1960, las exportaciones petroleras de Venezuela representaban 60% del comercio petrolero internacional, mientras que los países árabes exportaban a unas pocas naciones europeas.
En 1974, el presidente Carlos Andrés Pérez, quien había sido ministro del Interior de Rómulo Betancourt, procedió a estatizar la industria petrolera. Allí está la prueba de que la nueva clase política venezolana que surgió a raíz de la caída del régimen dictatorial del general Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, no se contentaría con ejercer el poder político, sino que también ambicionaba el poder económico.
En 1961, el presidente Rómulo Betancourt anunció que no se otorgarían nuevas concesiones a las empresas petroleras extranjeras y éstas, lógicamente, comenzaron a repatriar sus capitales y a buscar otras áreas de exploración. Esto causó una gran presión sobre el bolívar, el cual sufrió entonces su primera devaluación del siglo XX.
Uno de los pilares fundamentales de toda economía floreciente es la solidez de su moneda. El bolívar venezolano, hoy convertido en miserable “chavito”, mantuvo su valor de un gramo de oro a lo largo de 82 años, desde 1879 hasta 1961. Desde entonces, el valor oficial del bolívar con respecto al dólar ha caído 63.500% y su poder adquisitivo en más del doble de eso. Este es el verdadero termómetro del robo perpetrado por los gobernantes al pueblo venezolano. Y, como sabemos, los más afectados por la inflación no son los ricos con propiedades inmobiliarias y cuentas en dólares en el exterior, sino los más pobres que ven desaparecer sus pequeños ahorros.
Para financiar los crecientes gastos del estado, la clase política latinoamericana suele preferir la inflación al aumento de impuestos. Esta no tiene que ser aprobada por ninguna legislatura y afecta menos a los amigos del palacio presidencial. Lo que sí se requiere es la politización del Banco Central, lo cual en el caso venezolano ocurrió a mediados de los años 70, bajo el presidente Carlos Andrés Pérez. Desde entonces, el Banco Central de Venezuela ha sido utilizado para ganar elecciones imprimiendo billetes y la serie de frecuentes devaluaciones del bolívar fue comenzada por el presidente socialcristiano Luis Herrera Campins en 1983.
En la década de los años 50, la inflación en Venezuela era inferior a la de Estados Unidos. Por el contrario, en apenas el primer semestre de 1996, la inflación venezolana superó a la que habíamos experimentado a lo largo de 27 años, desde 1946 a 1973. Sin embargo, debo reconocer que los gobernantes venezolanos no han sido los más ladrones de América Latina. El Che Guevara, al ser nombrado presidente del Banco Central de Cuba por Fidel Castro en 1959, procedió a borrarle dos ceros al peso cubano y en Argentina le borraron 17 ceros a la moneda entre 1971 y 1991.
El tercer pié del trípode en que se apoyaría “el socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez fue la politización del sistema judicial. El general Marcos Pérez Jiménez tuvo un honorable ministro de Justicia, Luis Felipe Urbaneja, quien creó un sistema judicial regido por jueces honrados e imparciales. En el campo político se cometieron detestables injusticias durante la dictadura militar, pero eso no ocurría en los tribunales.
En 1968, el partido Acción Democrática perdió las elecciones presidenciales, pero mantuvo una mayoría en el Congreso, la cual utilizó para ponerle la mano al sistema judicial, a través de una ley que convertía el nombramiento de jueces en una función de los resultados electorales. Así se enterró en Venezuela el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, se politizó y se corrompió al sistema judicial, con el nombramiento de jueces según su afiliación política y en proporciones que reflejaran los resultados electorales.
La consecuencia casi inmediata de ese cambio en la selección de los jueces fue la compra y venta de sentencias. La gente influyente y los conocedores del medio sabían a cuáles abogados acudir en caso de cualquier problema legal, mientras que los venezolanos pobres languidecían en las cárceles por años sin ir a juicio. Según distinguidos abogados caraqueños, ya en los años 90 una orden de detención en las cárceles de Caracas podía equivaler a una virtual condena a muerte.
Es comprensible el culto a la democracia en una región del mundo que desde los tiempos de la independencia sufrió frecuentes y crueles dictaduras, pero como solía decir mi fallecido amigo, el brillante economista inglés Arthur Seldon: “no basta con implantar la democracia política. El mercado garantiza mejor la libertad de los ciudadanos”.
La realidad es que la libertad económica suele conducir a la libertad política, como sucedió en Chile, pero la libertad política no conduce necesariamente a la libertad económica, como vemos en el triste caso venezolano y de muchas otras naciones del hemisferio.
No hay duda de que los ciudadanos disfrutamos de nuestra libertad política en importantes pero contadas ocasiones, al elegir a nuestros alcaldes, congresistas y presidentes cada cierto número de años, pero la libertad económica la ejercemos en infinidad de ocasiones todos los días de nuestras vidas.
La incongruencia de la filosofía política que prevalece en gran parte de América Latina es que nosotros, los ciudadanos, tenemos el derecho y estamos capacitados para elegir a los gobernantes y legisladores, pero ellos, una vez encargados del poder, son quienes determinan lo que podemos hacer o no con nuestras vidas y con nuestra propiedad, por lo que con inusitada frecuencia utilizan la excusa del bien común para aplastar nuestros derechos civiles y nuestra libertad individual.
Pienso que la principal razón por la cual nuestro hemisferio no avanza hacia la prosperidad económica que están alcanzando muchos países de otros continentes, que solían ser mucho más pobres, se debe a que nuestros políticos y gobernantes no creen en gobiernos limitados. Como claramente lo expresaron hace más de dos siglos los próceres fundadores de Estados Unidos, la razón de ser del gobierno es la defensa de los derechos del ciudadano a la vida, a la propiedad y a la búsqueda de su felicidad.
Los países ricos quizás se pueden hoy dar el lujo de irrespetar tales principios fundamentales, aunque hasta los políticos franceses se están dando cuenta que cuando el gasto del estado de bienestar alcanza 54% de Producto Interno Bruto, desaparece el crecimiento económico y la gente joven emigra o vive de la caridad pública porque no consigue empleo, a pesar de la políticamente atractiva jornada laboral francesa de 35 horas a la semana.
En ese sentido, algunos de los tradicionales enemigos del verdadero bienestar latinoamericano forman parte, desde hace décadas, de las burocracias de las Naciones Unidas y demás organismos internacionales. Tales voces se unen a las de reciclados burócratas latinoamericanos que antes imponían sus fracasadas ideas dirigistas en sus países de origen, mientras que hoy lo hacen desde envidiables cargos libres de impuestos y desde elegantes oficinas en Nueva York, Washington, Ginebra, París o Bruselas. La repetitiva fórmula suele ser más créditos a los gobiernos, más leyes, más regulaciones y más conferencias en los más deliciosos hoteles del mundo, donde discutir y negociar una más detallada planificación económica.
Ellos también se empeñan en tratar de imponernos las bonitas reglas de los países desarrollados, pero si estas mismas hubieran estado vigentes hace 100 o 200 años habrían logrado paralizar o destruir la Revolución Industrial, impidiendo la transición de economías agrícolas pobres a desarrolladas economías industrializadas y que hoy en día avanzan hacia economías basadas en los servicios.
Lamentablemente, la cultura latinoamericana del siglo XXI es anticapitalista porque la población ha sido convencida por nuestros locuaces políticos que el capitalismo promueve la desigualdad, mientras que sus bien intencionadas políticas públicas dirigistas y socialistas son capaces de reducir la pobreza, a través de más programas sociales y mayor redistribución de la riqueza.
Los tradicionales partidos políticos venezolanos, Acción Democrática y Copei, que antes se alternaban el poder, solían dedicarse a concentrar en sus manos el poder político y económico, dejándole prácticamente mano libre a la extrema izquierda en el campo educacional.
La sanguinaria guerrilla castrista fue derrotada militarmente en Venezuela hace años, pero muchos de sus líderes -con vista al largo plazo- se dedicaron desde entonces a cambiar la manera de pensar de la juventud, prestándoles especial atención a los jóvenes oficiales.
La educación pública promueve la idea de que la libertad es un valor perfectamente divisible y que lo importante es la libertad política, mientras que la libertad económica es algo que desean solamente los ricos y los empresarios para que los bondadosos funcionarios públicos se vean imposibilitados de proteger al pueblo.
Hoy es grato ver que los estudiantes universitarios en Venezuela son los abanderados en reclamar la libertad de expresión y de manifestar ardorosamente en contra de políticas y atropellos del gobierno, pero por varias décadas la educación primaria, media y universitaria estuvo básicamente regida por intelectuales de izquierda, quienes firmemente creen que el futuro de la nación depende de una cada vez mayor concentración del poder político y económico en manos de sus clarividentes líderes, de una ingeniería social impuesta por quienes sí saben lo que más conviene a las masas, mientras sienten un profundo desprecio por los conceptos de libertad individual, igualdad ante la ley, propiedad privada y el libre mercado.
En nuestros colegios y universidades se suele enseñar sobre las injusticias sociales ocurridas durante la Revolución Industrial, que fue justamente la primera vez en la historia universal cuando el ingreso per cápita comenzó a aumentar significativamente y cuando el nivel de vida de los obreros comenzaba a ser muy superior al de los trabajadores del campo. Esa curva ascendente del ingreso per cápita se hacía más perceptible en la medida que aumentaba el capital invertido, creciendo asimismo tanto la productividad como la demanda y, en consecuencia, los salarios y el bienestar de los trabajadores.
A mediano y largo plazo, la única manera de aumentar los salarios reales es a través de incrementos en la productividad de la mano de obra, lo cual se logra solamente con entrenamiento y mayores inversiones en maquinarias y equipos.
Ante el crecimiento de la demanda, el empresario evalúa constantemente si conviene más aumentar el número de trabajadores o invertir en maquinaria más sofisticadas. Si luego baja la demanda, la maquinaria puede ser utilizada por menos horas, mientras que en muchos países se dificulta o se hace inmensamente costoso despedir a un trabajador. Eso pareciera beneficiar a la clase obrera, pero bajo tales condiciones se crean muchos menos empleos porque los empresarios prefieren invertir en equipos y contratar menos personal.
Otra parte de esa tragedia es que las leyes laborales socialistas en la práctica imponen un matrimonio obligado entre patronos y los trabajadores, quienes entonces no saltan a mejores puestos en industrias emergentes y con gran futuro porque no quieren perder sus prestaciones y beneficios acumulados.
La globalización ha disparado el concepto de la “destrucción creativa” enunciado por Schumpeter en 1912, en la medida que las innovaciones que surgen de todas partes del mundo convierten en obsoletos, de la noche al día, a los inventarios, las ideas, las técnicas y los equipos. Si a esto le agregamos la inflexibilidad de perjudiciales leyes laborales, tenemos el fracaso asegurado.
Sin embargo, en América Latina seguimos bajo demagógicas leyes laborales que imponen altas indemnizaciones y demás beneficios contractuales, sean estos económicamente viables o no, a la vez que multiplican las regulaciones que aumentan los costos de operación, reducen la rentabilidad, incrementan la corrupción, disparan el crecimiento del sector informal, aumentan la disparidad de ingresos y ahuyentan nuevas inversiones. Esa es realmente la fórmula segura para el fracaso.
El éxito futuro depende del libre funcionamiento del mercado, a través de la oferta y la demanda, que permite el flujo de la indispensable información aportada por precios libres, que a su vez permite la óptima utilización de limitados recursos. Y al entonces concentrarnos en lo que comparativamente podemos producir más eficientemente, importando todo lo demás, avanzaríamos rápidamente hacia una mucho mayor y más generalizada prosperidad.
El mundo socialista y planificado es altamente retrógrado y conservador, en el sentido que le cierran la puerta a las innovaciones que, por definición, no pueden formar parte de un plan centralizado.
Nuestras constituciones socialistas han jugado un importante y negativo papel en América Latina. Aunque comenzamos la vida independiente bajo constituciones bastante parecidas a la de Estados Unidos, la cual, como dije antes, fue principalmente redactada para proteger al ciudadano de los abusos de los gobernantes, nuestras constituciones han sido reemplazadas por otras, crecientemente demagógicas y convertidas en verdaderas piñatas que supuestamente nos garantizan todos los derechos sociales imaginables. Eso en parte se debe a que son redactadas por políticos que jamás tuvieron la experiencia de verse obligados a sobrevivir en un mercado competitivo ni darle el frente al pago de una nómina salarial.
En 1961, la nueva constitución venezolana de corte claramente socialista introdujo una gran cantidad de los llamados “derechos sociales”, tales como el derecho al trabajo, a la atención médica, a la vivienda, a salarios “justos”, etc. El Artículo 99 describía la “función social” de la propiedad, mientras que los pocos artículos referentes a la libertad económica fueron suspendidos durante los siguientes 30 años de la vigencia de esa constitución.
De hecho, todas las constituciones venezolanas desde la de 1936 permiten la suspensión de derechos y garantías constitucionales en caso de “emergencia nacional”, por lo que no nos debe extrañar que nuestros gobernantes se acostumbraran a mantenernos en medio de alguna emergencia nacional para gobernar por decreto.
Otro frecuente problema constitucional latinoamericano es que cumplir con la letra de nuestras constituciones suele implicar una irremediable quiebra del Estado. Entonces, una importantísima función de los gobernantes y burócratas es decidir cómo repartir los premios y castigos entre diferentes grupos: sindicatos, la burocracia, los sin techo, campesinos, indígenas, ambientalistas, empresarios, dueños de medios de comunicación, banqueros, etc.
En Venezuela vamos por la constitución número 26, la cual está en proceso de ser cambiada por otra aún más socialista y que le permita a Chávez reelegirse de por vida, destruyendo definitivamente todo vestigio de equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Los presidentes de Ecuador y Bolivia imitan a Chávez, quien a su vez avanza precipitadamente por el camino del miserablemente fracasado “socialismo o muerte” trazado por Fidel Castro en Cuba hace ya casi medio siglo.
Los salarios mínimos y las excesivas regulaciones producen desempleo y fomentan la informalidad; los altos impuestos del estado bienestar impiden el ahorro, mientras que los servicios públicos recibidos a cambio suelen ser deficientes; los controles de precios producen escasez; la politización del sistema monetario empobrece a la ciudadanía entera y fomenta la huída de capitales, mientras que la redistribución de la riqueza ha sido el mayor de los fraudes porque sólo los políticos y sus amigos se han beneficiado.
Nuestra clase política y nuestros intelectuales suelen culpar a Estados Unidos de los males que afectan a América Latina. Desde el fin de la Segunda Guerra hasta los años 80 prevaleció en gran parte de América Latina la llamada teoría de la dependencia promovida por la CEPAL y, especialmente, por su director desde 1948 hasta 1962, el economista argentino Raúl Presbich. Fue un abanderado del proteccionismo que definía al intercambio comercial como la explotación de los países pobres por parte de los países ricos, que nos exportaban productos manufacturados caros a cambio de materias primas baratas.
El supuesto remedio fue la sustitución de importaciones a través de la imposición de permisos, licencias de importación, altos aranceles y cuotas para proteger a la industria nacional que recibía abundante y barato financiamiento de los bancos estatales.
Claro que sin competencia extranjera, el mercado nacional tiende a la concentración y a los monopolios. Así vimos aparecer a millonarios mercantilistas que rápidamente se dieron cuenta que es mucho más fácil y remunerador convencer a un ministro o a unos pocos funcionarios encargados de fijar precios y repartir subsidios que a cientos de miles de consumidores empeñados en obtener óptima calidad a precios bajos.
Lo que trato de decir es que entre los peores enemigos del capitalismo en América Latina sobresalen nuestros pseudocapitalistas mercantilistas.
En los años 70 surgieron en Venezuela los llamados “12 apóstoles” del presidente Carlos Andrés Pérez, empresarios que gozaron de inmensos privilegios y jugosos monopolios. Su increíble habilidad se comprueba todavía hoy al ver a uno que otro de ellos enchufado con Hugo Chávez, por lo que un conocido escritor y editor venezolano afirma que “los 12 apóstoles de Carlos Andrés Pérez se han convertido en 40 ladrones de Hugo Chávez”.
En el caso venezolano, pienso que varios de los peores ministros de Hacienda y Fomento que tuvimos en los años 70 y 80 fueron altos ejecutivos de importantes grupos empresariales que utilizaban descaradamente sus cargos para beneficiar a sus socios y jefes, quienes gozaron de privilegios especiales en la asignación de dólares durante el control de cambio, licencias de importación, subsidios y créditos baratos de los bancos estatales y de la Corporación Venezolana de Fomento.
Posteriormente, las llamadas políticas neoliberales de los años 90 frecuentemente le siguieron dando la espalda al libre mercado, desprestigiando la percepción del capitalismo en la mente del pueblo, ya que los monopolios y empresas estatales, que en México llegaron a ser más de 500, a menudo se convirtieron en monopolios y oligopolios privados que aunque mejoraron la calidad de bienes y servicios, también multiplicaron sus precios y tarifas, además de que procedieron a despedir a gran parte de la innecesaria burocracia de las viejas empresas del gobierno.
El símbolo del mercantilismo continental es probablemente el mexicano Carlos Slim. En abril, la revista Forbes colocó al Sr. Slim en el segundo lugar, entre la gente más rica del mundo, con una fortuna personal de más de 53 mil millones de dólares. Pero en junio, el medio financiero mexicano Sentido Común reportó que Slim había reemplazado a Bill Gates, como el hombre más rico del mundo, con 67 mil millones de dólares, agregando que Slim y su familia son dueños de “casi el 8% del producto interno bruto de México”.
Sobre lo que no hay duda es que los mexicanos pagan las tarifas telefónicas más altas del continente y de todos los 30 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo, lo cual le permitió al grupo Telmex, a partir del año 2000, su agresiva adquisición de empresas telefónicas por casi toda América Latina.
El llamado neoliberalismo latinoamericano hizo bastante daño y causó mucha confusión, mientras que en Estados Unidos la izquierda ya se había apoderado desde hace mucho tiempo del término “liberal”, ilustre vocablo de origen castellano, que siempre fue el antónimo de “servil”.
La definición del verdadero liberalismo no ha cambiado mucho desde el siglo XVIII: el individuo es la fuente de sus propios valores morales; el libre intercambio entre individuos optimiza la eficiencia y la libertad; el mercado es un orden espontáneo para el mejor uso de escasos recursos; el libre intercambio entre naciones maximiza la riqueza a través de la división internacional del trabajo, al mismo tiempo que reduce las tensiones políticas y la intolerancia nacionalista; las funciones del gobierno son estrictamente limitadas a lo que los individuos no pueden hacer por sí mismos, en cuanto a la defensa nacional, a mantener un Estado de Derecho para la protección de las personas y de sus propiedades, garantizando el cumplimiento de contratos libremente acordados, con leyes claras y constantes, aplicables a todos por igual, además de la emisión de una moneda estable y confiable que estimule el ahorro y el esfuerzo individual.
Para evitar confusiones, los clásico-liberales de hoy se suelen llamar libertarios.
Creo firmemente que el impresionante crecimiento económico que están logrando varios países ex comunistas se debe a su rápido avance hacia ese ideal libertario. Le escuché decir a Mart Laar, exitoso primer ministro de Estonia durante dos períodos, lo complacido que se sentía de haber comprobado que “las ideas de Milton Friedman sí funcionan”. El Congreso chino reconoció este año el derecho de los ciudadanos a la propiedad privada y Albania acaba de establecer una tasa única del impuesto sobre la renta de 10%, tanto a las personas naturales como a las empresas, al comprobarse que la reducción y unificación de la tasa impositiva ha conducido en varios otros países a aumentar considerablemente la recaudación total. Eso se debe a dos razones: se reduce drásticamente la evasión y se multiplican las inversiones.
Por cierto que donde primero se instrumentó un impuesto de tasa única y pareja fue en Hong Kong, donde el ingreso per cápita equivalía en 1960 a 28% del de Gran Bretaña, pero para 1996 había aumentado a 136% del de Gran Bretaña, debido a las políticas de libre mercado instrumentadas por John Copperthwaite.
El despegue y éxito de la pequeña Estonia ha sido similarmente espectacular y su ex primer ministro Laar admite que él no es economista y que ha leído un solo libro de economía, “Libertad de elegir” de Milton Friedman, añadiendo “yo era tan ignorante que creía que los beneficios de la privatización, el impuesto de tasa única y la abolición de las barreras a las importaciones eran los resultados de reformas económicas practicadas en Occidente. Como eran de sentido común para mí, creía que habían sido instrumentadas en todas partes. Sencillamente las introduje en Estonia, a pesar de las advertencias de nuestros economistas de que no se podía hacer. Decían que era tan imposible como tratar de caminar sobre el agua. Lo hicimos y simplemente caminamos sobre el agua porque no sabíamos que era imposible”.
En América Latina tenemos el estupendo ejemplo chileno, una nación tradicionalmente pobre que al liberar la economía logró disparar un crecimiento sostenido. En ese nuevo Chile surgió la revolución mundial de las pensiones, bajo el liderazgo de José Piñera, que ya se ha extendido a 8 países latinoamericanos, donde más de 50 millones de trabajadores cuentan con más de 100.000 millones de dólares ahorrados en cuentas individuales. Asimismo, varios países ex comunistas han privatizado sus sistemas de jubilaciones y, en este campo, Colombia y varias otras naciones latinoamericanas están ya por delante de Estados Unidos.
Lamentablemente, el gobierno de Estados Unidos nunca se ha preocupado en vender las ventajas capitalistas de libre comercio y libertad de empresa en América Latina. Por el contrario, desde tiempos de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, cualquier ayuda económica de Washington estaba sujeta a que los gobiernos latinoamericanos aumentaran los impuestos y a menudo trataban de imponernos reformas agrarias que ni siquiera Franklin Roosevelt consideró conveniente para su país.
En cualquier caso, miles de millones de dólares en ayuda extranjera no han cambiado nada en el mundo desde que comenzaron tales programas después de la Segunda Guerra. Como bien lo explicaba el más brillante economista del desarrollo, Peter Bauer: “El argumento que las donaciones externas son necesarias para el progreso de los países pobres confunde causa y efecto. Son los logros económicos los que producen activos y dinero; no son los activos y el dinero los que producen logros económicos…”
Ahora, en Estados Unidos se habla mucho de “nivelar el campo de juego”, con lo que algunos sindicatos y sectores industriales y agrícolas súper protegidos y poco competitivos aspiran seguir aprovechando actuales y futuras barreras a la importación. Nivelar el campo de juego en realidad significa aumentar el desempleo y la pobreza en América Latina.
Si Washington realmente creyera en las ventajas del capitalismo, el representante de Estados Unidos abriera las hasta ahora exageradamente largas y complejas negociaciones de los tratados bilaterales de libre comercio, diciendo lo siguiente: “Lo que claramente conviene más a los norteamericanos es poder comprar los mejores productos y servicios del mundo, al precio más bajo posible, por lo que procederemos a eliminar cualquier traba o barrera a la libre importación de productos y servicios provenientes de su país. Y en beneficio de su propia gente, les sugerimos, aunque en ningún momento le trataríamos de imponer, que ustedes hagan exactamente lo mismo. Entonces, finalizada la negociación, procedamos con el brindis”.
En 1961, la nueva constitución venezolana de corte claramente socialista introdujo una gran cantidad de los llamados “derechos sociales”, tales como el derecho al trabajo, a la atención médica, a la vivienda, a salarios “justos”, etc. El Artículo 99 describía la “función social” de la propiedad, mientras que los pocos artículos referentes a la libertad económica fueron suspendidos durante los siguientes 30 años de la vigencia de esa constitución.
De hecho, todas las constituciones venezolanas desde la de 1936 permiten la suspensión de derechos y garantías constitucionales en caso de “emergencia nacional”, por lo que no nos debe extrañar que nuestros gobernantes se acostumbraran a mantenernos en medio de alguna emergencia nacional para gobernar por decreto.
Otro frecuente problema constitucional latinoamericano es que cumplir con la letra de nuestras constituciones suele implicar una irremediable quiebra del Estado. Entonces, una importantísima función de los gobernantes y burócratas es decidir cómo repartir los premios y castigos entre diferentes grupos: sindicatos, la burocracia, los sin techo, campesinos, indígenas, ambientalistas, empresarios, dueños de medios de comunicación, banqueros, etc.
En Venezuela vamos por la constitución número 26, la cual está en proceso de ser cambiada por otra aún más socialista y que le permita a Chávez reelegirse de por vida, destruyendo definitivamente todo vestigio de equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Los presidentes de Ecuador y Bolivia imitan a Chávez, quien a su vez avanza precipitadamente por el camino del miserablemente fracasado “socialismo o muerte” trazado por Fidel Castro en Cuba hace ya casi medio siglo.
Los salarios mínimos y las excesivas regulaciones producen desempleo y fomentan la informalidad; los altos impuestos del estado bienestar impiden el ahorro, mientras que los servicios públicos recibidos a cambio suelen ser deficientes; los controles de precios producen escasez; la politización del sistema monetario empobrece a la ciudadanía entera y fomenta la huída de capitales, mientras que la redistribución de la riqueza ha sido el mayor de los fraudes porque sólo los políticos y sus amigos se han beneficiado.
Nuestra clase política y nuestros intelectuales suelen culpar a Estados Unidos de los males que afectan a América Latina. Desde el fin de la Segunda Guerra hasta los años 80 prevaleció en gran parte de América Latina la llamada teoría de la dependencia promovida por la CEPAL y, especialmente, por su director desde 1948 hasta 1962, el economista argentino Raúl Presbich. Fue un abanderado del proteccionismo que definía al intercambio comercial como la explotación de los países pobres por parte de los países ricos, que nos exportaban productos manufacturados caros a cambio de materias primas baratas.
El supuesto remedio fue la sustitución de importaciones a través de la imposición de permisos, licencias de importación, altos aranceles y cuotas para proteger a la industria nacional que recibía abundante y barato financiamiento de los bancos estatales.
Claro que sin competencia extranjera, el mercado nacional tiende a la concentración y a los monopolios. Así vimos aparecer a millonarios mercantilistas que rápidamente se dieron cuenta que es mucho más fácil y remunerador convencer a un ministro o a unos pocos funcionarios encargados de fijar precios y repartir subsidios que a cientos de miles de consumidores empeñados en obtener óptima calidad a precios bajos.
Lo que trato de decir es que entre los peores enemigos del capitalismo en América Latina sobresalen nuestros pseudocapitalistas mercantilistas.
En los años 70 surgieron en Venezuela los llamados “12 apóstoles” del presidente Carlos Andrés Pérez, empresarios que gozaron de inmensos privilegios y jugosos monopolios. Su increíble habilidad se comprueba todavía hoy al ver a uno que otro de ellos enchufado con Hugo Chávez, por lo que un conocido escritor y editor venezolano afirma que “los 12 apóstoles de Carlos Andrés Pérez se han convertido en 40 ladrones de Hugo Chávez”.
En el caso venezolano, pienso que varios de los peores ministros de Hacienda y Fomento que tuvimos en los años 70 y 80 fueron altos ejecutivos de importantes grupos empresariales que utilizaban descaradamente sus cargos para beneficiar a sus socios y jefes, quienes gozaron de privilegios especiales en la asignación de dólares durante el control de cambio, licencias de importación, subsidios y créditos baratos de los bancos estatales y de la Corporación Venezolana de Fomento.
Posteriormente, las llamadas políticas neoliberales de los años 90 frecuentemente le siguieron dando la espalda al libre mercado, desprestigiando la percepción del capitalismo en la mente del pueblo, ya que los monopolios y empresas estatales, que en México llegaron a ser más de 500, a menudo se convirtieron en monopolios y oligopolios privados que aunque mejoraron la calidad de bienes y servicios, también multiplicaron sus precios y tarifas, además de que procedieron a despedir a gran parte de la innecesaria burocracia de las viejas empresas del gobierno.
El símbolo del mercantilismo continental es probablemente el mexicano Carlos Slim. En abril, la revista Forbes colocó al Sr. Slim en el segundo lugar, entre la gente más rica del mundo, con una fortuna personal de más de 53 mil millones de dólares. Pero en junio, el medio financiero mexicano Sentido Común reportó que Slim había reemplazado a Bill Gates, como el hombre más rico del mundo, con 67 mil millones de dólares, agregando que Slim y su familia son dueños de “casi el 8% del producto interno bruto de México”.
Sobre lo que no hay duda es que los mexicanos pagan las tarifas telefónicas más altas del continente y de todos los 30 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo, lo cual le permitió al grupo Telmex, a partir del año 2000, su agresiva adquisición de empresas telefónicas por casi toda América Latina.
El llamado neoliberalismo latinoamericano hizo bastante daño y causó mucha confusión, mientras que en Estados Unidos la izquierda ya se había apoderado desde hace mucho tiempo del término “liberal”, ilustre vocablo de origen castellano, que siempre fue el antónimo de “servil”.
La definición del verdadero liberalismo no ha cambiado mucho desde el siglo XVIII: el individuo es la fuente de sus propios valores morales; el libre intercambio entre individuos optimiza la eficiencia y la libertad; el mercado es un orden espontáneo para el mejor uso de escasos recursos; el libre intercambio entre naciones maximiza la riqueza a través de la división internacional del trabajo, al mismo tiempo que reduce las tensiones políticas y la intolerancia nacionalista; las funciones del gobierno son estrictamente limitadas a lo que los individuos no pueden hacer por sí mismos, en cuanto a la defensa nacional, a mantener un Estado de Derecho para la protección de las personas y de sus propiedades, garantizando el cumplimiento de contratos libremente acordados, con leyes claras y constantes, aplicables a todos por igual, además de la emisión de una moneda estable y confiable que estimule el ahorro y el esfuerzo individual.
Para evitar confusiones, los clásico-liberales de hoy se suelen llamar libertarios.
Creo firmemente que el impresionante crecimiento económico que están logrando varios países ex comunistas se debe a su rápido avance hacia ese ideal libertario. Le escuché decir a Mart Laar, exitoso primer ministro de Estonia durante dos períodos, lo complacido que se sentía de haber comprobado que “las ideas de Milton Friedman sí funcionan”. El Congreso chino reconoció este año el derecho de los ciudadanos a la propiedad privada y Albania acaba de establecer una tasa única del impuesto sobre la renta de 10%, tanto a las personas naturales como a las empresas, al comprobarse que la reducción y unificación de la tasa impositiva ha conducido en varios otros países a aumentar considerablemente la recaudación total. Eso se debe a dos razones: se reduce drásticamente la evasión y se multiplican las inversiones.
Por cierto que donde primero se instrumentó un impuesto de tasa única y pareja fue en Hong Kong, donde el ingreso per cápita equivalía en 1960 a 28% del de Gran Bretaña, pero para 1996 había aumentado a 136% del de Gran Bretaña, debido a las políticas de libre mercado instrumentadas por John Copperthwaite.
El despegue y éxito de la pequeña Estonia ha sido similarmente espectacular y su ex primer ministro Laar admite que él no es economista y que ha leído un solo libro de economía, “Libertad de elegir” de Milton Friedman, añadiendo “yo era tan ignorante que creía que los beneficios de la privatización, el impuesto de tasa única y la abolición de las barreras a las importaciones eran los resultados de reformas económicas practicadas en Occidente. Como eran de sentido común para mí, creía que habían sido instrumentadas en todas partes. Sencillamente las introduje en Estonia, a pesar de las advertencias de nuestros economistas de que no se podía hacer. Decían que era tan imposible como tratar de caminar sobre el agua. Lo hicimos y simplemente caminamos sobre el agua porque no sabíamos que era imposible”.
En América Latina tenemos el estupendo ejemplo chileno, una nación tradicionalmente pobre que al liberar la economía logró disparar un crecimiento sostenido. En ese nuevo Chile surgió la revolución mundial de las pensiones, bajo el liderazgo de José Piñera, que ya se ha extendido a 8 países latinoamericanos, donde más de 50 millones de trabajadores cuentan con más de 100.000 millones de dólares ahorrados en cuentas individuales. Asimismo, varios países ex comunistas han privatizado sus sistemas de jubilaciones y, en este campo, Colombia y varias otras naciones latinoamericanas están ya por delante de Estados Unidos.
Lamentablemente, el gobierno de Estados Unidos nunca se ha preocupado en vender las ventajas capitalistas de libre comercio y libertad de empresa en América Latina. Por el contrario, desde tiempos de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, cualquier ayuda económica de Washington estaba sujeta a que los gobiernos latinoamericanos aumentaran los impuestos y a menudo trataban de imponernos reformas agrarias que ni siquiera Franklin Roosevelt consideró conveniente para su país.
En cualquier caso, miles de millones de dólares en ayuda extranjera no han cambiado nada en el mundo desde que comenzaron tales programas después de la Segunda Guerra. Como bien lo explicaba el más brillante economista del desarrollo, Peter Bauer: “El argumento que las donaciones externas son necesarias para el progreso de los países pobres confunde causa y efecto. Son los logros económicos los que producen activos y dinero; no son los activos y el dinero los que producen logros económicos…”
Ahora, en Estados Unidos se habla mucho de “nivelar el campo de juego”, con lo que algunos sindicatos y sectores industriales y agrícolas súper protegidos y poco competitivos aspiran seguir aprovechando actuales y futuras barreras a la importación. Nivelar el campo de juego en realidad significa aumentar el desempleo y la pobreza en América Latina.
Si Washington realmente creyera en las ventajas del capitalismo, el representante de Estados Unidos abriera las hasta ahora exageradamente largas y complejas negociaciones de los tratados bilaterales de libre comercio, diciendo lo siguiente: “Lo que claramente conviene más a los norteamericanos es poder comprar los mejores productos y servicios del mundo, al precio más bajo posible, por lo que procederemos a eliminar cualquier traba o barrera a la libre importación de productos y servicios provenientes de su país. Y en beneficio de su propia gente, les sugerimos, aunque en ningún momento le trataríamos de imponer, que ustedes hagan exactamente lo mismo. Entonces, finalizada la negociación, procedamos con el brindis”.
En América Latina, muchos de nuestros gobernantes y políticos siguen luchando contra enemigos imaginarios. Antes se culpaba al imperialismo yanqui que supuestamente nos obligaba a intercambiar materias primas baratas por productos manufacturados caros, hoy es la globalización, los subsidios agrícolas de los países ricos y las “asimetrías”.
En cuanto a los subsidios agrícolas, si estos, por ejemplo, permiten a latinoamericanos comprar pan más barato porque es elaborado con trigo subsidiado por los contribuyentes norteamericanos, ello debería ser más bien aplaudido y apoyado por quienes pretenden defender a los pobres de su país.
El tema de las asimetrías es todavía más absurdo. Equivale a decir que si un hombre rico, manejando su Rolls-Royce, se para en un semáforo y le compra una caja de chicles a un jovencito en alpargatas, se aprovecha y perjudica a ese muchachito.
En cuanto a los subsidios agrícolas, si estos, por ejemplo, permiten a latinoamericanos comprar pan más barato porque es elaborado con trigo subsidiado por los contribuyentes norteamericanos, ello debería ser más bien aplaudido y apoyado por quienes pretenden defender a los pobres de su país.
El tema de las asimetrías es todavía más absurdo. Equivale a decir que si un hombre rico, manejando su Rolls-Royce, se para en un semáforo y le compra una caja de chicles a un jovencito en alpargatas, se aprovecha y perjudica a ese muchachito.
Así como los dictadores del siglo XX nos decían que los latinoamericanos no estábamos listos para la democracia, los políticos de hoy insisten que no estamos listos para la libertad económica.
El problema latinoamericano es profundo y difícil de combatir porque las principales trabas al bienestar y a la prosperidad forman parte de nuestras instituciones: nuestros gobiernos, nuestras leyes y constituciones, nuestros sistemas judiciales politizados y una educación pública que a lo largo de varias generaciones ha deformado la manera de pensar de la ciudadanía.
El problema latinoamericano es profundo y difícil de combatir porque las principales trabas al bienestar y a la prosperidad forman parte de nuestras instituciones: nuestros gobiernos, nuestras leyes y constituciones, nuestros sistemas judiciales politizados y una educación pública que a lo largo de varias generaciones ha deformado la manera de pensar de la ciudadanía.
Lejos de promover la responsabilidad individual, la propaganda política en la educación pública enseña a los niños que el gobierno es el tío rico y bondadoso que siempre estará allí para ayudarles, cuidarlos y hacer posible su felicidad. El problema, claro está, es que el gobierno sólo puede darme a mí lo que antes le quitó a usted.
Por Carlos Ball.
Post RLB Punto Politico.
Bogotá, 3 de agosto de 2007
Por Carlos Ball.
Post RLB Punto Politico.
Bogotá, 3 de agosto de 2007
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