Dicen que los que no conocen el pasado tienen el peligro de repetirlo. Extraña, por lo pronto, que uno de los historiadores, estudiosos y analistas del crack bursátil de 1929, Ben Bernanke, sea al presidente de la Reserva Federal al que le estalló el colapso de 2008.
Uno de los trabajos más completos sobre el 29 fue el de los periodistas Gordon Thomas y Max Morgan-Witts, titulado El día en que se hundió la bolsa. Se trata de una recuperación del crack a partir de personajes, de personas de carne y hueso, y de todos los niveles.
Presentamos aquí las páginas finales del trabajo de Thomas y Morgan:
Joseph Kennedy sobrevivió al crack con su riqueza intacta, su familia segura y su futuro brillante. A partir de 1930, en una serie de operaciones audaces, ingeniosas y, a menudo, implacables, incrementó considerablemente su fortuna.
El total obtenido por Kennedy de esta manera se calcula, diversamente, entre 1 y 15 millones de dólares. Volvió a ganar dinero cuando fue derogada la Ley Seca, ya que poseía almacenes enteros llenos de licor en previsión del día en que volviera a permitirse la bebida. Continuó obteniendo grandes ganancias con la propiedad inmueble. Su íntimo amigo y confidente, el agente inmobiliario John J. Reynolds, reconoció una vez indiscretamente que Kennedy había ganado 100 millones de dólares con transacciones inmobiliarias.
Es una de las pocas ocasiones en que se haya podido valorar una parte de la riqueza de Joe Kennedy.
En julio de 1934, fue nombrado por Roosevelt primer presidente del recién creado Consejo Bursátil. Muchos lo consideraron como una astuta maniobra para hacer que lo controlase uno de los más implacables especuladores de Wall Street.
Observadores desapasionados consideraban que realizó un buen trabajo en la presidencia del Consejo. Su función en el Consejo contribuyó a preparar el camino para una carrera política más ambiciosa que acabó viendo a un Kennedy instalado en la Casa Blanca.
Joe Kennedy murió serenamente, el 18 de noviembre de 1969 en su casa de Hyannis Port. Tenía ochenta y un años.
El crack no ejerció ningún efecto inmediato sobre la fortuna de Henry Ford, quien lo consideró simplemente como algo que Wall Street se merecía.
Su compañía sobrevivió a los lóbregos años 30, pero estuvo en un tris de sucumbir. Detroit era un espectro de lo que había sido. A todo lo largo de la nación, los automóviles permanecían inmóviles, porque sus propietarios no podían permitirse el lujo de utilizarlos.
El precio del petróleo de Texas bajó a cuatro centavos el barril.
La inquietud industrial invadió a la Rouge. Harry Bennett dirigió la lucha contra los sindicatos. Hubo derramamiento de sangre y muerte. Pero llegó la Segunda Guerra Mundial... y renació la fortuna de Ford.
El 7 de abril de 1947, murió a consecuencia de un derrame cerebral. Tenía ochenta y cuatro años.
Cincuenta años después del crack, Pat Bologna, limpiabotas de sesenta y nueve años, y Michael Levine, jefe de mensajeros, de ochenta y siete, continuaban todavía activos, todavía trabajando en Wall Street.
Cuando se hubo aplacado el choque del crack, cuando sus efectos secundarios se hubieron disipado hasta fundirse luego en la debilitante Depresión, subsistieron dos preguntas. «¿Por qué había sucedido?» «¿Podría suceder de nuevo?»
Las preguntas daban pábulo a analistas de mercado, economistas, historiadores, inversores y especuladores.
Buscando una explicación histórica, algunos intelectuales situaron el origen del crack en la Primera Guerra Mundial y en el carrusel de dinero que resultó de las reparaciones de guerra impuestas a una Alemania derrotada. Muchos consideraban los momentos de esplendor que precedieron al crack como una parte integrante de los tiempos.
Millones de hombres y mujeres corrientes creían que la «locura de la Bolsa» había sido consecuencia de la pérdida de la fe en la gran tradición puritana de que toda paga debía ser fruto del trabajo honrado. Llegaron a la reconfortante conclusión de que el crack era la inevitable consecuencia de una locura originada por la creencia de que ya no era necesario ganarse el dinero; de que la Bolsa, durante un breve período de tiempo, había funcionado como sustitutivo del método normal de adquirir riqueza.
Más tarde, el Federal Reserve Board llegó a ser criticado desde todos los sectores. Se dijo, y se dice aún, que dio lugar al auge de la Bolsa en 1927 cuando redujo los tipos de interés e hizo más fácil el dinero. Casi todo el mundo está de acuerdo en que el Board sofocó la última oportunidad de evitar el crack cuando, en marzo de 1929, «aconsejó» y «solicitó» una reducción del dinero suministrado para la especulación, pero no hizo nada para reforzar sus palabras con una acción enérgica. Así, según se dice, se permitió que la «orgía», sin control de ninguna clase, fuera empeorando cada vez más.
Los hay que designan a personas concretas como los auténticos protagonistas de la historia: Mitchell, por su desprecio a las recomendaciones del Federal Reserve en marzo de 1929 y suministrar más dinero al mercado cuando el Board acababa de pedir su reducción; Churchill, que devolvió a Gran Bretaña al patrón oro en 1925; el presidente Coolidge, el presidente Hoover, Thomas Lamont, Clarence Hatry, el profesor Fisher..., la codicia humana.
Un artículo publicado a finales de 1977 en el Wall Street Journal sostenía que era posible argumentar convincentemente que en su cúspide de 1929 la Bolsa «estaba exactamente donde debía estar y que el crack fue consecuencia de un tremendo error político»: la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930.
¿Podría repetirse el crack?
El profesor Kenneth Galbraith, cree que muchas de las lecciones corren el riesgo de ser olvidadas; o que, aunque no se olviden jamás, el hombre puede ser incapaz de emprender acciones correctoras en el presente para evitar un desastre financiero en el futuro.
La mayoría de los profesionales de Wall Street tildan de especulación malévola cualquier insinuación de otro gran crack. Tienen fe en Norteamérica.
Hay también en Wall Street respetadas figuras que afirman la inminencia de otro crack. Y hay quienes aseguran enfáticamente que la Bolsa misma es ahora, como lo fue en 1929, un simple cuadro de conmutadores, «anticuado, innecesario y que debe ser suprimido». Y están, naturalmente, también los que creen que la Bolsa se encuentra en vísperas del «boom económico más grande y poderoso de la Historia». Sólo hay una cosa preocupante en estas palabras. Han sido ya utilizadas antes de ahora. La víspera del día en que se hundió la Bolsa.
KRUGMAN, DE CARNE Y HUESO
Un colaborador frecuente de esta columna, el político y analista liberal Jorge Sánchez Tello, envío un perfil político y personal de Paul Krugman, el ganador del premio nobel de economía:
La mañana del lunes, 13 de octubre, me despierto con la feliz noticia de que la Real Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado el Nobel en Economía al profesor de la Universidad de Princeton, Paul Krugman. Sin duda, el economista que mejor escribe desde John Maynard Keynes, como rezaba en la contraportada de una de sus obras más conocidas, El teórico accidental y otras noticias de la ciencia lúgubre. Tan grata noticia sorprende más, si cabe, en un momento de absoluta escasez de debate en el ámbito de la Ciencia Económica, y en pleno auge de una crisis que apunta al corazón del sistema. Ni los más optimistas esperábamos tan merecido galardón.
El premio que se le otorga a Paul Krugman es tan solo un jalón más en el largo camino hacia la posteridad. Ya, en 1991, recibió la medalla John Bates Clark, un trofeo más difícil de lograr que el Nobel, a juicio de los entendidos. En 2004, se le concedía el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Se reconocía, así, su contribución al pensamiento económico y una gran labor investigadora. Por su parte, la Academia justificaba el galardón por "su análisis sobre los patrones comerciales y dónde se lleva a cabo la actividad económica". Su «nueva teoría del comercio», formulada en 1979, permitió superar la tesis del economista David Ricardo, vigente desde principios del siglo XIX, basada en las ventajas comparativas. La tesis, aunque remozada con posteriores aportaciones, no explicaba el progresivo dominio del comercio internacional por países con condiciones similares y que comercializaban los mismos tipos de productos. Krugman elaboró un modelo que incorporaba economías de escala y competencia monopolística. Tal estructura de mercado daba lugar a la presencia de diferenciación en los productos y lealtad del consumidor a la marca. La nueva teoría sirvió de base a nuevos campos de investigación, tales como la denominada «nueva geografía económica », para explicar las pautas de la localización espacial del desarrollo.
La Academia ha reconocido el saber económico, pero también al economista político, al científico social que ha sabido introducir en sus análisis variables como el poder o los intereses, a menudo ignoradas en los modelos económicos convencionales. Krugman no huye de la formalización, pero entiende, con Von Neuman, que "cuando una disciplina matemática se aleja de su fuente empírica está amenazada de graves peligros". Con economistas como él no hay peligro de que la disciplina económica pierda contacto con los problemas reales.
Pero Krugman no es un personaje marginal. Asesor de la Casa Blanca con Reagan, y de instituciones como el FMI, o la ONU, fue excluido, en última instancia, del equipo económico de Clinton a su llegada al poder en 1992. Con el paso de los años Krugman ironizó que tal empleo no iba con su carácter y, además, se hubiera visto obligado a andar de traje todos los días. Su vida académica transcurre en las universidades más prestigiosas del país: graduado en Yale, doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde ejerció la docencia y profesor de la Universidad de Princeton, en la actualidad. Su trayectoria puede suscitar odio, pero nunca desprecio oconmiseración.
Si en un primer momento canalizó su crítica hacia los "buhoneros del disparate económico" y sus recetas, en el presente cuestiona los postulados de economistas neoliberales y de líderes políticos neocons con sarcasmo. En el mundo de la retórica, entendida como arte de la persuasión, son reseñables sus columnas en diversas revistas económicas y, sobre todo, en el influyente diario New York Times. En 'El gran engaño' (2003) y en su último libro, 'Después de Bush' se recopilan parte de estos artículos y se critica la deriva del Partido Republicano hacia posiciones próximas a la extrema derecha y a uno de los defensores de dicha ideología, el mítico Alan Greenspan. Muy preocupado por la desigualdad creciente de las condiciones materiales, generada por la nueva cultura del dinero en EEUU, denuncia la desaparición de la clase media, la muerte del sueño americano y el regreso de las desigualdades de rentas a los niveles de los años 20 del siglo pasado, cuando era una nación en la que el privilegio convivía con la más abyecta miseria. Critica la "teoría económica del derrame" implantada por Bush y reclama rehacer el new deal. Haciendo uso de su mordacidad, Krugman llega a retar al lector a plantear acciones políticas para convertir a Estados Unidos en una sociedad de castas. En su opinión, para lograrlo debería eliminarse el impuesto sobre el patrimonio, reducirse las tasas impositivas de las personas de ingresos altos, trasladando la carga a los asalariados y crearse paraísos fiscales. También, deberían recortarse los gastos en salud y educación públicas y privatizar gran parte de las funciones gubernamentales.
Su preocupación por las vicisitudes del sistema financiero se ponía de manifiesto con una obra de título premonitorio: 'De vuelta a la economía de la gran depresión' (2005). En ella propone una reforma radical del sector para evitar las crisis futuras y plantear un horizonte más estable, y extender las regulaciones de los bancos comerciales a los de inversión, hedge funds y otros productos financieros. En sus últimos escritos ha sido muy crítico con el plan de rescate propuesto por Henry Paulson, al que describe como una suerte de intercambio desigual: "dinero a cambio de basura".
La Economía Política está de fiesta como en la divertida sátira de Berlanga al aislamiento internacional de la España de mediados del siglo XX. Pero esta vez, la caravana de las ideas económicas no ha pasado de largo: Bienvenido, Mr. Krugman.
Presentamos aquí las páginas finales del trabajo de Thomas y Morgan:
Joseph Kennedy sobrevivió al crack con su riqueza intacta, su familia segura y su futuro brillante. A partir de 1930, en una serie de operaciones audaces, ingeniosas y, a menudo, implacables, incrementó considerablemente su fortuna.
El total obtenido por Kennedy de esta manera se calcula, diversamente, entre 1 y 15 millones de dólares. Volvió a ganar dinero cuando fue derogada la Ley Seca, ya que poseía almacenes enteros llenos de licor en previsión del día en que volviera a permitirse la bebida. Continuó obteniendo grandes ganancias con la propiedad inmueble. Su íntimo amigo y confidente, el agente inmobiliario John J. Reynolds, reconoció una vez indiscretamente que Kennedy había ganado 100 millones de dólares con transacciones inmobiliarias.
Es una de las pocas ocasiones en que se haya podido valorar una parte de la riqueza de Joe Kennedy.
En julio de 1934, fue nombrado por Roosevelt primer presidente del recién creado Consejo Bursátil. Muchos lo consideraron como una astuta maniobra para hacer que lo controlase uno de los más implacables especuladores de Wall Street.
Observadores desapasionados consideraban que realizó un buen trabajo en la presidencia del Consejo. Su función en el Consejo contribuyó a preparar el camino para una carrera política más ambiciosa que acabó viendo a un Kennedy instalado en la Casa Blanca.
Joe Kennedy murió serenamente, el 18 de noviembre de 1969 en su casa de Hyannis Port. Tenía ochenta y un años.
El crack no ejerció ningún efecto inmediato sobre la fortuna de Henry Ford, quien lo consideró simplemente como algo que Wall Street se merecía.
Su compañía sobrevivió a los lóbregos años 30, pero estuvo en un tris de sucumbir. Detroit era un espectro de lo que había sido. A todo lo largo de la nación, los automóviles permanecían inmóviles, porque sus propietarios no podían permitirse el lujo de utilizarlos.
El precio del petróleo de Texas bajó a cuatro centavos el barril.
La inquietud industrial invadió a la Rouge. Harry Bennett dirigió la lucha contra los sindicatos. Hubo derramamiento de sangre y muerte. Pero llegó la Segunda Guerra Mundial... y renació la fortuna de Ford.
El 7 de abril de 1947, murió a consecuencia de un derrame cerebral. Tenía ochenta y cuatro años.
Cincuenta años después del crack, Pat Bologna, limpiabotas de sesenta y nueve años, y Michael Levine, jefe de mensajeros, de ochenta y siete, continuaban todavía activos, todavía trabajando en Wall Street.
Cuando se hubo aplacado el choque del crack, cuando sus efectos secundarios se hubieron disipado hasta fundirse luego en la debilitante Depresión, subsistieron dos preguntas. «¿Por qué había sucedido?» «¿Podría suceder de nuevo?»
Las preguntas daban pábulo a analistas de mercado, economistas, historiadores, inversores y especuladores.
Buscando una explicación histórica, algunos intelectuales situaron el origen del crack en la Primera Guerra Mundial y en el carrusel de dinero que resultó de las reparaciones de guerra impuestas a una Alemania derrotada. Muchos consideraban los momentos de esplendor que precedieron al crack como una parte integrante de los tiempos.
Millones de hombres y mujeres corrientes creían que la «locura de la Bolsa» había sido consecuencia de la pérdida de la fe en la gran tradición puritana de que toda paga debía ser fruto del trabajo honrado. Llegaron a la reconfortante conclusión de que el crack era la inevitable consecuencia de una locura originada por la creencia de que ya no era necesario ganarse el dinero; de que la Bolsa, durante un breve período de tiempo, había funcionado como sustitutivo del método normal de adquirir riqueza.
Más tarde, el Federal Reserve Board llegó a ser criticado desde todos los sectores. Se dijo, y se dice aún, que dio lugar al auge de la Bolsa en 1927 cuando redujo los tipos de interés e hizo más fácil el dinero. Casi todo el mundo está de acuerdo en que el Board sofocó la última oportunidad de evitar el crack cuando, en marzo de 1929, «aconsejó» y «solicitó» una reducción del dinero suministrado para la especulación, pero no hizo nada para reforzar sus palabras con una acción enérgica. Así, según se dice, se permitió que la «orgía», sin control de ninguna clase, fuera empeorando cada vez más.
Los hay que designan a personas concretas como los auténticos protagonistas de la historia: Mitchell, por su desprecio a las recomendaciones del Federal Reserve en marzo de 1929 y suministrar más dinero al mercado cuando el Board acababa de pedir su reducción; Churchill, que devolvió a Gran Bretaña al patrón oro en 1925; el presidente Coolidge, el presidente Hoover, Thomas Lamont, Clarence Hatry, el profesor Fisher..., la codicia humana.
Un artículo publicado a finales de 1977 en el Wall Street Journal sostenía que era posible argumentar convincentemente que en su cúspide de 1929 la Bolsa «estaba exactamente donde debía estar y que el crack fue consecuencia de un tremendo error político»: la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930.
¿Podría repetirse el crack?
El profesor Kenneth Galbraith, cree que muchas de las lecciones corren el riesgo de ser olvidadas; o que, aunque no se olviden jamás, el hombre puede ser incapaz de emprender acciones correctoras en el presente para evitar un desastre financiero en el futuro.
La mayoría de los profesionales de Wall Street tildan de especulación malévola cualquier insinuación de otro gran crack. Tienen fe en Norteamérica.
Hay también en Wall Street respetadas figuras que afirman la inminencia de otro crack. Y hay quienes aseguran enfáticamente que la Bolsa misma es ahora, como lo fue en 1929, un simple cuadro de conmutadores, «anticuado, innecesario y que debe ser suprimido». Y están, naturalmente, también los que creen que la Bolsa se encuentra en vísperas del «boom económico más grande y poderoso de la Historia». Sólo hay una cosa preocupante en estas palabras. Han sido ya utilizadas antes de ahora. La víspera del día en que se hundió la Bolsa.
KRUGMAN, DE CARNE Y HUESO
Un colaborador frecuente de esta columna, el político y analista liberal Jorge Sánchez Tello, envío un perfil político y personal de Paul Krugman, el ganador del premio nobel de economía:
La mañana del lunes, 13 de octubre, me despierto con la feliz noticia de que la Real Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado el Nobel en Economía al profesor de la Universidad de Princeton, Paul Krugman. Sin duda, el economista que mejor escribe desde John Maynard Keynes, como rezaba en la contraportada de una de sus obras más conocidas, El teórico accidental y otras noticias de la ciencia lúgubre. Tan grata noticia sorprende más, si cabe, en un momento de absoluta escasez de debate en el ámbito de la Ciencia Económica, y en pleno auge de una crisis que apunta al corazón del sistema. Ni los más optimistas esperábamos tan merecido galardón.
El premio que se le otorga a Paul Krugman es tan solo un jalón más en el largo camino hacia la posteridad. Ya, en 1991, recibió la medalla John Bates Clark, un trofeo más difícil de lograr que el Nobel, a juicio de los entendidos. En 2004, se le concedía el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Se reconocía, así, su contribución al pensamiento económico y una gran labor investigadora. Por su parte, la Academia justificaba el galardón por "su análisis sobre los patrones comerciales y dónde se lleva a cabo la actividad económica". Su «nueva teoría del comercio», formulada en 1979, permitió superar la tesis del economista David Ricardo, vigente desde principios del siglo XIX, basada en las ventajas comparativas. La tesis, aunque remozada con posteriores aportaciones, no explicaba el progresivo dominio del comercio internacional por países con condiciones similares y que comercializaban los mismos tipos de productos. Krugman elaboró un modelo que incorporaba economías de escala y competencia monopolística. Tal estructura de mercado daba lugar a la presencia de diferenciación en los productos y lealtad del consumidor a la marca. La nueva teoría sirvió de base a nuevos campos de investigación, tales como la denominada «nueva geografía económica », para explicar las pautas de la localización espacial del desarrollo.
La Academia ha reconocido el saber económico, pero también al economista político, al científico social que ha sabido introducir en sus análisis variables como el poder o los intereses, a menudo ignoradas en los modelos económicos convencionales. Krugman no huye de la formalización, pero entiende, con Von Neuman, que "cuando una disciplina matemática se aleja de su fuente empírica está amenazada de graves peligros". Con economistas como él no hay peligro de que la disciplina económica pierda contacto con los problemas reales.
Pero Krugman no es un personaje marginal. Asesor de la Casa Blanca con Reagan, y de instituciones como el FMI, o la ONU, fue excluido, en última instancia, del equipo económico de Clinton a su llegada al poder en 1992. Con el paso de los años Krugman ironizó que tal empleo no iba con su carácter y, además, se hubiera visto obligado a andar de traje todos los días. Su vida académica transcurre en las universidades más prestigiosas del país: graduado en Yale, doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde ejerció la docencia y profesor de la Universidad de Princeton, en la actualidad. Su trayectoria puede suscitar odio, pero nunca desprecio oconmiseración.
Si en un primer momento canalizó su crítica hacia los "buhoneros del disparate económico" y sus recetas, en el presente cuestiona los postulados de economistas neoliberales y de líderes políticos neocons con sarcasmo. En el mundo de la retórica, entendida como arte de la persuasión, son reseñables sus columnas en diversas revistas económicas y, sobre todo, en el influyente diario New York Times. En 'El gran engaño' (2003) y en su último libro, 'Después de Bush' se recopilan parte de estos artículos y se critica la deriva del Partido Republicano hacia posiciones próximas a la extrema derecha y a uno de los defensores de dicha ideología, el mítico Alan Greenspan. Muy preocupado por la desigualdad creciente de las condiciones materiales, generada por la nueva cultura del dinero en EEUU, denuncia la desaparición de la clase media, la muerte del sueño americano y el regreso de las desigualdades de rentas a los niveles de los años 20 del siglo pasado, cuando era una nación en la que el privilegio convivía con la más abyecta miseria. Critica la "teoría económica del derrame" implantada por Bush y reclama rehacer el new deal. Haciendo uso de su mordacidad, Krugman llega a retar al lector a plantear acciones políticas para convertir a Estados Unidos en una sociedad de castas. En su opinión, para lograrlo debería eliminarse el impuesto sobre el patrimonio, reducirse las tasas impositivas de las personas de ingresos altos, trasladando la carga a los asalariados y crearse paraísos fiscales. También, deberían recortarse los gastos en salud y educación públicas y privatizar gran parte de las funciones gubernamentales.
Su preocupación por las vicisitudes del sistema financiero se ponía de manifiesto con una obra de título premonitorio: 'De vuelta a la economía de la gran depresión' (2005). En ella propone una reforma radical del sector para evitar las crisis futuras y plantear un horizonte más estable, y extender las regulaciones de los bancos comerciales a los de inversión, hedge funds y otros productos financieros. En sus últimos escritos ha sido muy crítico con el plan de rescate propuesto por Henry Paulson, al que describe como una suerte de intercambio desigual: "dinero a cambio de basura".
La Economía Política está de fiesta como en la divertida sátira de Berlanga al aislamiento internacional de la España de mediados del siglo XX. Pero esta vez, la caravana de las ideas económicas no ha pasado de largo: Bienvenido, Mr. Krugman.
Por Carlos Ramirez.
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